18º domingo del Tiempo ordinario – C.
1ª lectura
1,2¡Vanidad
de vanidades
—dice Qohélet—,
vanidad de vanidades, todo es vanidad!
2,21 Hay
personas que trabajan con sabiduría, ciencia y provecho, y han de dejar lo suyo
a quien no lo trabaja. También esto es vanidad y un gran mal.
22 Entonces
¿qué saca el hombre de todo su trabajo y del empeño que su corazón pone bajo el
sol?, 23 pues pasa todos los días dolorido y contrariado, y su
corazón ni siquiera reposa por la noche. También esto es vanidad.
El libro del Eclesiastés (Qohélet) comienza y termina casi con las
mismas palabras: «¡Vanidad de vanidades...» (v. 2; cfr 12,8). En esa frase se
sintetiza de modo admirable la idea central de la obra y se expresa la
valoración que merecen al autor sagrado las realidades del mundo y los frutos
del esfuerzo humano, incluido el hallazgo de una sabiduría superficial que no
está de acuerdo con los datos evidentes de la experiencia. La raíz hebrea del
término que traducimos como «vanidad» significa algo así como «vapor», «aire»,
«vaho», y connota la idea de inconsistencia, ilusión, irrealidad. Algunos la
relacionan con otra raíz que significa «huidizo», «evanescente», en el sentido
de incomprensible para el hombre, y éste es ciertamente un aspecto presente a
lo largo del libro. «Vanidad de vanidades» es la forma hebrea de superlativo,
como «Cantar de los cantares».
Al leer este libro conviene tener presente que el autor es un maestro
judío, buen conocedor de la Ley
y de la tradición sapiencial de Israel, que ante la irrupción en Judea de
diversas corrientes de pensamiento procedentes de la cultura griega se plantea
con radicalidad si la respuesta sobre el valor de las acciones humanas, y su
retribución según aquella tradición israelita, es válida; o si lo son las
propuestas hedonistas y al margen de Dios propugnadas por los filósofos griegos
en las plazas y en las calles. Qohélet no va a dejar en pie ni una ni otra. Con
una considerable dosis de realismo cuestiona las doctrinas y enfoques vitales
que han prendido en la gente y rompe falsas certezas. Sus palabras no
manifiestan una actitud escéptica ante la capacidad humana de conocer, sino
ante los intentos de los que buscan alcanzar la sabiduría sin ir a la raíz de
la realidad de la vida. «El Eclesiastés explica la constitución particular de
las cosas, y nos manifiesta y hace presente la vanidad de cuanto hay en el
mundo, para que entendamos que no son dignas de ser apetecidas las cosas que
son transitorias y para que comprendamos que no debemos dirigir nuestra
atención a las cosas fútiles o de ninguna entidad» (S. Basilio, In principium Proverbiorum 1).
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