18º domingo del Tiempo ordinario – C.
Evangelio
13 Uno
de entre la multitud le dijo:
—Maestro, di a mi hermano que reparta
la herencia conmigo.
14 Pero
él le respondió:
—Hombre, ¿quién me ha constituido juez
o encargado de repartir entre vosotros?
15 Y
añadió:
—Estad alerta y guardaos de toda
avaricia; porque aunque alguien tenga abundancia de bienes, su vida no depende
de lo que posee.
16 Y
les propuso una parábola diciendo:
—Las tierras de cierto hombre rico
dieron mucho fruto. 17 Y se puso a pensar para sus adentros: «¿Qué
puedo hacer, ya que no tengo dónde guardar mi cosecha?» 18 Y se
dijo: «Esto haré: voy a destruir mis graneros, y construiré otros mayores, y
allí guardaré todo mi trigo y mis bienes. 19 Entonces le diré a mi
alma: “Alma, ya tienes muchos bienes almacenados para muchos años. Descansa,
come, bebe, pásalo bien”». 20 Pero Dios le dijo: «Insensato, esta
misma noche te van a reclamar el alma; lo que has preparado, ¿para quién será?»
21 Así ocurre al que atesora para sí y no es rico ante Dios.
En el mismo marco de doctrina que el discurso anterior —valorar las
cosas de la tierra con los ojos puestos en el Cielo— Jesús explica ahora el
peligro de fijar los horizontes de la vida en las riquezas: «El tener más, lo
mismo para los pueblos que para las personas, no es el fin último. Todo
crecimiento es ambivalente. Necesario para permitir que el hombre sea más
hombre, lo encierra como en una prisión desde el momento en que se convierte en
el bien supremo que le impide mirar más allá» (Pablo VI, Populorum progressio, n. 19).
La parábola que ejemplifica la enseñanza es muy significativa, porque,
en un primer momento, nos parece que aquel hombre rico actúa con previsión: si
la cosecha ha sido buena, hay que atesorar y no despilfarrar. Jesús corrige esa
visión desde un punto de vista más profundo. Esta vida, si bien es vida, es
poca cosa: hay que vivir con otra perspectiva, hay que ser rico ante Dios (v.
21). Por eso, tener presente la muerte es una riqueza para nuestra vida: «Quien
vive como si hubiera de morir cada día —puesto que nuestra vida es incierta por
naturaleza— no pecará, ya que el buen temor extingue gran parte del desorden de
los apetitos; por el contrario, el que cree que va a tener una larga vida,
fácilmente se deja dominar por los placeres» (S. Atanasio, Vita Antonii).
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