4º domingo del Tiempo ordinario – B. Evangelio
21 Entraron en Cafarnaún y, en cuanto llegó el sábado, fue a la sinagoga y se puso a enseñar. 22 Y se quedaron admirados de su enseñanza, porque les enseñaba como quien tiene potestad y no como los escribas. 23 Se encontraba entonces en la sinagoga un hombre poseído por un espíritu impuro, 24 que comenzó a gritar:
—¿Qué tenemos que ver contigo, Jesús Nazareno? ¿Has venido a perdernos? ¡Sé quién eres: el Santo de Dios!
25 Y Jesús le conminó:
—¡Cállate, y sal de él!
26 Entonces, el espíritu impuro, zarandeándolo y dando una gran voz, salió de él. 27 Y se quedaron todos estupefactos, de modo que se preguntaban entre ellos:
—¿Qué es esto? Una enseñanza nueva con potestad. Manda incluso a los espíritus impuros y le obedecen.
28 Y su fama corrió pronto por todas partes, en toda la región de Galilea.
Comentario a Marcos 1,21-28
El relato de la actividad del Señor se abre con una «jornada» del Maestro en Cafarnaún: comienza por la mañana en la sinagoga (v. 21), sigue después en casa de Pedro (1,29), se continúa con las curaciones al atardecer (1,32), cuando ya ha prescrito el descanso sabático, y se concluye con la oración de madrugada (1,35). En estos versículos aparecen condensadas las actitudes ante Jesús que se presentarán enseguida: el asombro de la gente (2,12), la muchedumbre que se reúne junto a Él (3,7-12), la adhesión sincera de sus discípulos (3,13-19), etc.
El primer episodio que se narra es la liberación de un endemoniado. El evangelista, haciéndose eco del comentario de la muchedumbre (v. 27), proclama con admiración que Jesús enseñaba y actuaba «con potestad» (v. 22). A lo largo de estos primeros capítulos del evangelio, Jesús irá mostrando que su potestad abarca muchas cosas: las enfermedades y los demonios (1,29-34), las leyes rituales (2,18-28), etc. Ahora, sin embargo, la potestad se refiere a dos aspectos: a su enseñanza y a su poder sobre el demonio. Jesús no se remite a la enseñanza de los maestros de Israel, ni siquiera introduce su doctrina, como los profetas, afirmando que proclama la palabra de Dios: su palabra es la de Dios. Y, como para refrendar el poder de su palabra, con ella libera también al endemoniado. Jesús, a diferencia de los exorcistas que con complicadas operaciones debían averiguar el nombre del demonio para tener autoridad sobre él, expulsa al demonio con un simple mandato de su voz: «Que el demonio hubiera sido arrojado no era nada nuevo, pues también solían hacerlo los exorcistas hebreos. Pero, ¿qué es lo que dice? ¿Qué es esta enseñanza nueva? ¿Por qué nueva? Porque manda con autoridad a los espíritus inmundos. No invoca a ningún otro, sino que Él mismo ordena: no habla en nombre de otro, sino con su propia autoridad» (S. Jerónimo, Commentarium in Marcum 2).
Los demonios tienen un conocimiento y un poder superior a los hombres, pero frente a Jesús no les sirve para nada. Así, por ejemplo, conocen que Jesús es el «Santo de Dios» (v. 24), pero desconocen que es también el Siervo del Señor que liberará al mundo con la cruz. Por eso, recordando a Santiago (St 2,19), comenta San Agustín: «Estas palabras demuestran que los demonios poseían una gran ciencia, y que les faltaba la caridad. Temían de Él su pena y no amaban en Él la justicia. Se les dio a conocer cuanto Él quiso, y quiso cuanto convino (...), para infundirles terror» (De civitate Dei 9,21).
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