Comentario a Juan 21,1-19
Este pasaje evoca aquel de la primera pesca milagrosa, cuando el Señor prometió a Pedro hacerle pescador de hombres (cfr Lc 5,1-11). Ahora le va a confirmar en su misión de cabeza visible de la Iglesia.
El relato subraya el amor del discípulo amado que reconoce a Jesús (v. 7): «Dios se deja contemplar por los que tienen el corazón puro» (S. Gregorio de Nisa, De beatitudinibus 6). También refleja la fe de Pedro, que precede a los discípulos en llegar a Jesús, y la insistencia en que el Resucitado no es un espíritu, sino el mismo que ha comido antes con ellos y con los que vuelve a comer ahora (vv. 10-13). «Pasa al lado de sus Apóstoles, junto a esas almas que se han entregado a Él: y ellos no se dan cuenta. ¡Cuántas veces está Cristo, no cerca de nosotros, sino en nosotros; y vivimos una vida tan humana! (...). Entonces, el discípulo aquel que Jesús amaba se dirige a Pedro: es el Señor. El amor, el amor lo ve de lejos. El amor es el primero que capta esas delicadezas. Aquel Apóstol adolescente, con el firme cariño que siente hacia Jesús, porque quería a Cristo con toda la pureza y toda la ternura de un corazón que no ha estado corrompido nunca, exclamó: ¡es el Señor! Simón Pedro apenas oyó es el Señor, vistióse la túnica y se echó al mar. Pedro es la fe. Y se lanza al mar, lleno de una audacia de maravilla. Con el amor de Juan y la fe de Pedro, ¿hasta dónde llegaremos nosotros?» (S. Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, nn. 265-266).
Los Santos Padres y Doctores de la Iglesia han comentado con frecuencia este episodio en sentido místico: la barca es la Iglesia, cuya unidad está simbolizada por la red que no se rompe; el mar es el mundo; Pedro en la barca simboliza la suprema autoridad en la Iglesia; el número de peces significa el número de los elegidos.
En contraste con las negaciones de Pedro durante la pasión, Jesús como el Buen Pastor que cura la oveja herida (10,11; cfr Ez 34,16; Lc 15,4-7), confiere a Pedro el primado que antes le había prometido (vv. 15-19). «Jesús ha confiado a Pedro una autoridad específica: “A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos” (Mt 16,19). El poder de las llaves designa la autoridad para gobernar la casa de Dios, que es la Iglesia. Jesús, “el Buen Pastor” (Jn 10,11), confirmó este encargo después de su resurrección: “Apacienta mis ovejas” (Jn 21,15-17). El poder de “atar y desatar” significa la autoridad para absolver los pecados, pronunciar sentencias doctrinales y tomar decisiones disciplinares en la Iglesia. Jesús confió esta autoridad a la Iglesia por el ministerio de los Apóstoles y particularmente por el de Pedro, el único a quien Él confió explícitamente las llaves del Reino» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 553).
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