Domingo de
Ramos – C. Evangelio
23,32 Llevaban
también con él a dos malhechores para matarlos. 33 Cuando llegaron
al lugar llamado «Calavera», le crucificaron allí a él y a los malhechores, uno
a la derecha y otro a la izquierda. 34 Y Jesús decía:
—Padre, perdónales, porque no saben lo
que hacen.
Y se repartieron sus ropas echando
suertes. 35 El pueblo estaba mirando, y los jefes se burlaban de él
y decían:
—Ha salvado a otros, que se salve a sí
mismo, si él es el Cristo de Dios, el elegido.
36 Los
soldados se burlaban también de él; se acercaban y ofreciéndole vinagre 37
decían:
—Si tú eres el Rey de los judíos,
sálvate a ti mismo.
38 Encima
de él había una inscripción: «Éste es el Rey de los judíos».
39 Uno
de los malhechores crucificados le injuriaba diciendo:
—¿No eres tú el Cristo? Sálvate a ti
mismo y a nosotros.
40 Pero
el otro le reprendía:
—¿Ni siquiera tú, que estás en el
mismo suplicio, temes a Dios? 41 Nosotros estamos aquí justamente,
porque recibimos lo merecido por lo que hemos hecho; pero éste no ha hecho
ningún mal.
42 Y
decía:
—Jesús, acuérdate de mí cuando llegues
a tu Reino.
43 Y
le respondió:
—En verdad te digo: hoy estarás
conmigo en el Paraíso.
44 Era
ya alrededor de la hora sexta. Y toda la tierra se cubrió de tinieblas hasta la
hora nona. 45 Se oscureció el sol, y el velo del Templo se rasgó por
la mitad. 46 Y Jesús, clamando con una gran voz, dijo:
—Padre, en tus manos encomiendo mi
espíritu.
Y diciendo esto expiró.
47 El
centurión, al ver lo que había sucedido, glorificó a Dios diciendo:
—Verdaderamente este hombre era justo.
48 Y
toda la multitud que se había reunido ante este espectáculo, al contemplar lo
ocurrido, regresaba golpeándose el pecho.
49 Todos
los conocidos de Jesús y las mujeres que le habían seguido desde Galilea
estaban observando de lejos estas cosas.
A lo largo de su evangelio —y especialmente en el
relato de la pasión— a Lucas le gusta señalar el carácter ejemplar que tiene
para el cristiano la conducta de Jesús ante las dificultades. Estos dos
episodios, en contraste con el relato de la Cena , dejan entrever la soledad de Cristo y los
diferentes sentimientos que animan su vida, tan distintos de los que tienen sus
discípulos. Con todo, las palabras de Jesús a éstos son un aliento de esperanza.
A pesar de la pequeñez de horizontes que ahora tienen (v. 24; cfr Mt 20,20-28;
Mc 10,35-45), al estar asociados a la humillación de Cristo (v. 28), lo estarán
también en su exaltación (vv. 29-30).
«Y os sentéis sobre doce tronos para juzgar a las
doce tribus de Israel» (v. 30). El trono es signo de poder real; las doce
tribus de Israel son un símbolo para designar la universalidad de la autoridad
que Jesús confiere a los Apóstoles. Como ha trasmitido la tradición de la Iglesia , este poder de los
Apóstoles se continúa en los obispos, que, «como vicarios y legados de Cristo,
rigen las iglesias particulares, que les han sido encomendadas, con sus
exhortaciones y con sus ejemplos, pero también con su autoridad y sagrada
potestad, de la que usan únicamente para edificar su grey en la verdad y en la
santidad, recordando que quien es mayor ha de hacerse como el menor, y el que
ocupa el primer puesto, como el servidor (cfr Lc 22,26-27)» (Conc. Vaticano II,
Lumen gentium, n. 27).
22,31-34. Después de la Cena , antes del prendimiento
en Getsemaní, Jesús previene a sus discípulos, y a Pedro en particular, sobre
la prueba que va a sufrir su fe (vv. 31-32), pues no han entendido el sentido
redentor de su vida y su muerte (22,37-38). San Lucas refiere el episodio con
más detalles que los otros dos sinópticos y recoge la oración de Jesús por
Pedro. En efecto, en el contexto de la pasión, parece que se da un combate
entre Satanás y Jesús. Satanás ha triunfado en Judas (22,3) y también en las
autoridades judías cuya «hora» coincide con la del «poder de las tinieblas»
(22,53). Aquí, el combate se amplía a Pedro (v. 31). Aunque la debilidad de
Pedro es patente, el primero de los Apóstoles no desfallecerá, pues su fe
cuenta con la oración de Jesús. La
Iglesia enseña que esta asistencia especial de Jesús sobre
Pedro para «la misión de custodiar esta fe ante todo desfallecimiento y de
confirmar en ella a sus hermanos» (Catecismo
de la Iglesia
Católica , n. 552) se continúa en la persona del Romano
Pontífice como sucesor de Pedro: «La sede de Pedro permanece siempre intacta de
todo error, según la promesa de nuestro divino Salvador hecha al príncipe de
sus discípulos (...); así, pues, este carisma de la verdad y de la fe nunca
deficiente fue divinamente conferido a Pedro y a sus sucesores en esta
cátedra, para que desempeñaran su excelso cargo para la salvación de todos»
(Conc. Vaticano I, Pastor aeternus,
n. 3). Cfr notas a Mt 16,13-20; Jn 21,15-23.
22,35-38. Jesús
anuncia su pasión (v. 37) aplicándose la profecía de Isaías sobre el Siervo
sufriente (Is 53,12) y señalando que se cumplen en Él las demás profecías
sobre los dolores del Redentor. Como en todos estos episodios, se muestra un
significativo contraste entre la comprensión de los acontecimientos por parte
de Jesús y la incomprensión de los discípulos. Jesús sabe lo que va a ocurrir
y, por eso, prepara la Pascua
con presciencia profética (22,7-13): sabe que Judas le traicionará (22,21), que
Pedro le negará (22,34), y que la hora decisiva está ahí (22,53). Pero rehuye
las espadas y el combate (v. 38; 22,51), no responde a los ultrajes (22,63-65),
ni se defiende ante el Sanedrín (22,66-71), ni ante Pilato (23,3). Es inocente,
como lo afirman Pilato (23,4.14.22) y el centurión (23,47). Negado, e
injustamente condenado, tiene gestos y palabras de perdón para Pedro (22,61) y
para sus verdugos (23,34). Es claro que la conducta de Cristo tiene un valor de
exhortación para quien sufra injustamente. Pero su martirio no está al servicio
de una idea, sino que es el cumplimiento de la voluntad del Padre: «Sometió su
voluntad a la del Padre.
Y la voluntad del Padre fue que su Hijo bendito y glorioso, a
quien entregó por nosotros y que nació por nosotros, se ofreciese a sí mismo
como sacrificio y víctima en el ara de la cruz, con su propia sangre, no por sí
mismo, por quien han sido hechas todas las cosas, sino por nuestros pecados
dejándonos un ejemplo para que sigamos sus huellas. Y quiere que todos nos
salvemos por Él y lo recibamos con puro corazón y cuerpo casto» (S. Francisco
de Asís, Carta a todos los fieles
2,10-15).
22,39-46. En el
huerto, Jesús expresa su aceptación de la muerte afrentosísima en cumplimiento
del designio de Dios. La oración de Jesús se debió de prolongar largo tiempo,
aunque San Lucas sólo recoge los momentos más trascendentales. Prácticamente en
cada versículo hay una mención de la oración; el pasaje se inicia y se termina
con la recomendación de Jesús de orar para no caer en tentación; finalmente,
Jesús mismo nos da ejemplo pues al entrar «en agonía oraba con más intensidad»
(v. 43). La oración del Señor es así una lección perfecta de abandono y de
unión con la voluntad de Dios: «¿Estás sufriendo una gran tribulación? —¿Tienes
contradicciones? Di, muy despacio, como paladeándola, esta oración recia y
viril: “Hágase, cúmplase, sea alabada y eternamente ensalzada la justísima y
amabilísima Voluntad de Dios, sobre todas las cosas. —Amén. —Amén.” Yo te
aseguro que alcanzarás la paz» (S. Josemaría Escrivá, Camino, n. 691).
La oración es intensa, pero la congoja no lo es
menos. La angustia es tal que Jesús es confortado por un ángel y llega a sudar
sangre (vv. 43-44); la
Humanidad de Cristo aparece aquí en toda su capacidad de
sufrimiento: «El miedo a la muerte o a los tormentos nada tiene de culpa, sino
más bien de pena: es una aflicción de las que Cristo vino a padecer y no a
escapar. Ni se ha de llamar cobardía al miedo y horror ante los suplicios»
(Sto. Tomás Moro, La agonía de Cristo, ad
loc.).
Como en todo, también aquí, con sus gestos, el
Señor es modelo para nosotros: «Fue oportuno que el buen Maestro y Salvador
verdadero, compadeciéndose de los más débiles, hiciera ver en su propia persona
que los mártires no debían perder la esperanza si por casualidad llegaba a
insinuarse en sus corazones la tristeza en el momento de la pasión, como
consecuencia de la fragilidad humana —aunque ya la hubieran superado al
anteponer a su voluntad la voluntad de Dios—, puesto que Él sabe qué conviene a
aquellos por quienes mira» (S. Agustín, De
consensu Evangelistarum 3,4).
22,47-53. Los cuatro
evangelios, al narrar este episodio, guardan el recuerdo tanto de la grandeza
de Jesús como de los acontecimientos de aquel momento: la muchedumbre
desbocada, la traición de Judas, la herida al criado del sumo sacerdote, etc.
En este contexto Lucas se fija además en dos cosas: en la misericordia del
Señor que cura al criado herido (v. 51) y en la aparente victoria del diablo
(v. 53). Al leer el texto, no se puede dejar de pensar en el apóstol infiel:
«Después de ver de cuántas maneras mostró Dios su misericordia con Judas, que
de Apóstol había pasado a traidor, al ver con cuánta frecuencia le invitó al
perdón, y no permitió que pereciera sino porque él mismo quiso desesperar, no
hay razón alguna en esta vida para que nadie, aunque sea como Judas, haya de
desesperar del perdón» (Sto. Tomás Moro, La
agonía de Cristo, ad loc.).
22,54-71. Los dos
primeros evangelios (cfr Mt 26,57-75; Mc 14,53-72 y notas) relatan en contraste
los interrogatorios a Jesús y a Pedro. La narración de Lucas sigue un orden más
lógico en lo que se refiere a la cronología de los acontecimientos: por la noche Jesús es llevado
a casa de Caifás donde, mientras Pedro le niega, los criados le afrentan; a la
mañana siguiente (v. 66) se reúnen en el Sanedrín y le condenan a muerte. De
los acontecimientos de la noche, Lucas es el único evangelista que recuerda la
mirada del Señor a Pedro (v. 61) que provocó su contrición. La mirada de
Cristo, frecuentemente descrita en el evangelio (5,20.27; 6,10.20, etc.), ha
sido motivo de meditación para los santos: «Considero yo muchas veces, Cristo
mío, cuán sabrosos y cuán deleitosos se muestran vuestros ojos a quien os ama,
y Vos, bien mío, queréis mirar con amor. Paréceme que una sola vez de este
mirar tan suave a las almas que tenéis por vuestras, basta por premio de muchos
años de servicio» (Sta. Teresa de Jesús, Exclamaciones
14). Las lágrimas de Pedro (v. 62) son la reacción lógica de los corazones
nobles, movidos por la gracia de Dios. En la doctrina de la Iglesia se denomina
contrición del corazón: «Un dolor del alma y una detestación del pecado
cometido con la resolución de no volver a pecar» (Conc. de Trento, De Paenitentia, cap. 4).
Frente a las lágrimas de quien tiene fe, la
frialdad de quien no la tiene (vv. 66-71). Las acusaciones del Sanedrín son tan
inconsistentes que no pueden ofrecer un pretexto razonable para condenarlo.
Pero obtienen del Señor una declaración comprometedora. Jesús —aun conociendo
que con su repuesta les ofrece el pretexto que buscan— afirma con toda gravedad
no sólo que es el Cristo (cfr Dn 7,13-14), sino que es el Hijo de Dios. Los
sanedritas captan la contestación de Jesús pero piden su muerte: debe morir por
blasfemo. Para aceptar la confesión de Jesús les era necesaria una fe que no
tenían (vv. 67-68).
23,1-25. La narración
que hace Lucas de la condena de Jesús parece un desarrollo de la oración de los
cristianos de Jerusalén: «En esta ciudad se han aliado contra tu santo Hijo
Jesús, al que ungiste, Herodes y Poncio Pilato con las naciones y con los
pueblos de Israel, para llevar a cabo cuanto tu mano y tu designio habían
previsto que ocurriera» (Hch 4,27-28). De acuerdo con esta descripción, San
Lucas presenta los acontecimientos en tres escenas: Jesús ante Pilato, ante
Herodes y, de nuevo, ante Pilato. Frente a los hechos el lector puede juzgar de
las responsabilidades de cada uno, pero sabe, con el evangelista, que por
encima de la voluntad de los hombres está el designio de Dios.
En la primera escena (vv. 1-5), se descubre
enseguida el artero proceder de los acusadores con el cambio de título en la
acusación: el Sanedrín condenó a Jesús por llamarse Cristo (Mesías) e Hijo de
Dios (22,66-71), pero ahora le acusan de llamarse Rey Mesías y de alborotar al
pueblo (v. 2). Pilato reconoce enseguida la inconsistencia de la acusación (v.
4), pero intenta contemporizar. Por ello aprovecha la primera oportunidad que
se le ofrece (vv. 6-7) para evitar responsabilidades. Con todo, en este lugar,
los comentaristas lo que admiran es la grandeza de Jesús: «Pasaje admirable que
infunde en el corazón de los hombres una disposición a la paciencia para
soportar las afrentas con el ánimo ecuánime. El Señor es acusado, y calla. Y
tiene razón al callarse el que no necesita defensa, pues defenderse es bueno
para aquellos que temen ser vencidos. No confirma la acusación con su silencio,
sino que la desecha al no refutarla. (...) Ha querido mostrar su realeza más
que afirmarla, para que no tuvieran motivo para condenarle pues la acusación
misma era una falsedad» (S. Ambrosio, Expositio
Evangelii secundum Lucam, ad loc.).
En la siguiente escena (vv. 6-12), la actitud de
los personajes manifiesta lo que son: Herodes parece un ser caprichoso, casi
grotesco (vv. 8-9), y los príncipes de los sacerdotes y los escribas aparecen
como empeñados en la muerte de Jesús (v. 10). La grandeza del Señor se descubre
en su actitud: frente a tamaños despropósitos, callaba (v. 9). Así comenta el
episodio San Ambrosio: «Cuando Herodes quería ver de Él algunas maravillas, Él
se calló y no hizo nada, porque la crueldad del personaje no merecía ver cosas
divinas, y porque el Señor declinaba cualquier tipo de jactancia. Tal vez
Herodes pueda ser considerado modelo y emblema de todos los impíos: si no han
creído en la Ley
y en los Profetas, tampoco pueden ver las obras admirables de Cristo en el
Evangelio» (ibidem, ad loc.).
De nuevo ante Pilato (vv. 13-25), éste, en diálogo
con los acusadores, deja claro por tres veces (vv. 14.20.22) que Jesús es
inocente. Pero la multitud pide la muerte de Jesús en las tres ocasiones (vv.
18.21.23). Paradójicamente Barrabás sale librado (v. 25), a pesar de ser
sedicioso y de haber cometido un homicidio (v. 19). La escena no puede dejar de
ser un reproche a la indolencia: ni Herodes ni Pilato «le han declarado
culpable, aunque cada uno ha servido a la crueldad de los fines del otro.
Pilato se lava las manos, pero no puede hacer desaparecer sus actos; porque
siendo juez, no tendría que haber cedido al odio y al miedo hasta el punto de
derramar sangre inocente. Su esposa le advirtió, la gracia alumbraba durante la
noche, la divinidad se imponía; pero aún así, no se abstuvo de pronunciar una
sentencia sacrílega. Me parece que en él tenemos una imagen anticipada y el
modelo de todos aquellos que más adelante condenaron a quienes consideraban
inocentes» (ibidem, ad loc.). Con esa conducta, Pilato pasa
a ser prototipo del que no quiere enfrentarse con la verdad: «Un hombre, un...
caballero transigente, volvería a condenar a muerte a Jesús» (S. Josemaría
Escrivá, Camino, n. 393).
23,26-49. Lo mismo que
los otros evangelistas, Lucas describe la crucifixión y muerte de Jesús como el
cumplimiento del designio de Dios sobre Él, que se hace Siervo de dolores (cfr
notas a Mt 27,32-56; Mc 15,21-41).
La conducta de Jesús es presentada como ejemplo para
todo cristiano: provoca la admiración del centurión y la contrición de la
muchedumbre (vv. 47-48). Jesús es modelo de misericordia y de perdón: consuela
a las mujeres (vv. 28-29), perdona a los que le van a matar (v. 34) y abre las
puertas del Paraíso al buen ladrón (v. 43). En su otro libro, Lucas nos
presenta al primer mártir, San Esteban, imitando el comportamiento de Cristo
(cfr Hch 7,60): «El perdón atestigua que en el mundo está presente el amor más fuerte que el pecado. El perdón
es además la condición fundamental de la reconciliación, no sólo en la relación
de Dios con el hombre, sino también en las recíprocas relaciones entre los
hombres» (Juan Pablo II, Dives in
misericordia, n. 14).
La fuerza de Jesús es su oración. Por dos veces
(vv. 34.46) se dirige a su Padre Dios. Para Él son sus últimas palabras:
«Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (v. 46). «Todos los infortunios de
la humanidad de todos los tiempos, esclava del pecado y de la muerte, todas las
súplicas y las intercesiones de la historia de la salvación están recogidas en
este grito del Verbo encarnado. He aquí que el Padre las acoge y, por encima de
toda esperanza, las escucha al resucitar a su Hijo. Así se realiza y se consuma
el drama de la oración en la
Economía de la creación y de la salvación» (Catecismo de la Iglesia Católica ,
n. 2606).
Como en otros lugares del evangelio, también aquí
queda patente que, ante Jesús, se revela la condición de los hombres. El gesto
de piedad de las mujeres (vv. 27-29) muestra que, junto con los enemigos de
Jesús, iban otras personas que le querían. Si tenemos en cuenta que las
tradiciones judías, según recoge el Talmud, prohibían llorar por los condenados
a muerte, nos percataremos del valor que demostraron las mujeres que rompieron
en llanto al contemplar al Señor: «Entre las gentes que contemplan el paso del
Señor, hay unas cuantas mujeres que no pueden contener su compasión y
prorrumpen en lágrimas. (...) Pero el Señor quiere enderezar ese llanto hacia
un motivo más sobrenatural, y las invita a llorar por los pecados. (...) Tus
pecados, los míos, los de todos los hombres, se ponen en pie. Todo el mal que
hemos hecho y el bien que hemos dejado de hacer. El panorama desolador de los
delitos e infamias sin cuento, que habríamos cometido, si Él, Jesús, no nos
hubiera confortado con la luz de su mirada amabilísima. —¡Qué poco es una vida
para reparar!» (S. Josemaría Escrivá, Via
Crucis 8).
El episodio del «buen ladrón» (vv. 39-43) es
narrado sólo por Lucas. Aquel hombre muestra los signos del arrepentimiento,
reconoce la inocencia de Jesús y hace un acto de fe en Él. Jesús, por su parte,
le promete el paraíso: «El Señor —comenta San Ambrosio— concede siempre más de
lo que se le pide: el ladrón sólo pedía que se acordase de él; pero el Señor le
dice: En verdad te digo: hoy estarás
conmigo en el Paraíso. La vida consiste en habitar con Jesucristo, y donde
está Jesucristo allí está su Reino» (Expositio
Evangelii secundum Lucam, ad loc.). El episodio también nos invita a
admirar los designios de la divina providencia, y la conjunción de la gracia y
la libertad humana. Ambos malhechores se encontraban en la misma situación. Uno
se endurece, se desespera y blasfema, mientras el otro se arrepiente, acude a
Cristo en oración confiada, y obtiene la promesa de su inmediata salvación:
«Entre los hombres, a la confesión sigue el castigo; ante Dios, en cambio, a la
confesión sigue la salvación» (S. Juan Crisóstomo, De Cruce et latrone).
La palabra «paraíso» (v. 43), de origen persa, se
encuentra en varios pasajes del Antiguo Testamento (Ct 4,13; Ne 2,8; Qo 2,5) y
del Nuevo (2 Co 12,4; Ap 2,7); en boca de Jesús es un modo de expresarle al
buen ladrón que le espera, a su propio lado y de modo inmediato, la felicidad:
«Creemos en la vida eterna. Creemos que las almas de todos aquellos que mueren
en la gracia de Cristo —tanto las que todavía deben ser purificadas con el
fuego del purgatorio, como las que son recibidas por Jesús en el Paraíso
enseguida que se separan del cuerpo, como el Buen Ladrón—, constituyen el
Pueblo de Dios después de la muerte, la cual será destruida por completo el día
de la Resurrección ,
en que estas almas se unirán con sus cuerpos» (Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios, n. 28).
23,50-56. El texto
señala diversos detalles que implican la identidad del «sepultado» y el
«resucitado»: el cuerpo de Jesús es puesto en un sepulcro donde «nadie había
sido colocado todavía» (v. 53), y también las mujeres fueron testigos de «cómo
fue colocado su cuerpo» (v. 55): «Dios no impidió a la muerte separar el alma
del cuerpo, según el orden necesario de la naturaleza, pero los reunió de
nuevo, uno con otro, por medio de la resurrección a fin de ser Él mismo en
persona el punto de encuentro de la muerte y de la vida, deteniendo en Él la
descomposición de la naturaleza que produce la muerte y resultando Él mismo el
principio de reunión de las partes separadas» (S. Gregorio de Nisa, Oratio catechetica 16; cfr Catecismo de la Iglesia Católica ,
n. 625).
Ahora ya ha pasado todo. José de Arimatea, hombre
importante, realiza con exquisita veneración cuanto se requería para sepultar
piadosamente el cuerpo de Jesús. Ejemplo claro para todo discípulo de Cristo,
que por amor a Él debe arriesgar honra, posición y dinero. Es la hora de pensar
en la obra de Jesús, que «con su sangre derramada libremente, nos ha merecido
la vida, y en Él, Dios nos ha reconciliado consigo mismo y entre nosotros.
(...) Nos ha abierto el camino; en tanto lo recorremos, la vida y la muerte son
santificadas y adquieren un nuevo significado» (Conc. Vaticano II, Gaudium et spes, n. 22).
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