Jueves Santo. Cena del Señor – Evangelio
Comentario a Juan 13,1-15
El capítulo comienza señalando la importancia del momento. La Pascua, que conmemoraba la liberación de la esclavitud del pueblo hebreo de la opresión del Faraón, era figura de la obra que Jesucristo venía a realizar: redimir a los hombres de la esclavitud del pecado, mediante su sacrificio en la cruz. La Pascua, explica San Beda, «en sentido místico significa que el Señor habría de pasar de este mundo al Padre, y que siguiendo su ejemplo, los fieles, desechados los deseos temporales y la servidumbre de los vicios por el continuo ejercicio de las virtudes, deben pasar a la patria celeste prometida» (In Ioannis Evangelium expositio, ad loc.).
Jesús sabía cuanto iba a ocurrir y que su muerte y resurrección eran inminentes (cfr 18,4); por eso, sus palabras adquieren un tono especial de confidencia y amor hacia aquellos que dejaba en el mundo: «El mismo Señor quiso dar a aquella reunión tal plenitud de significado, tal riqueza de recuerdos, tal conmoción de palabras y de sentimientos, tal novedad de actos y de preceptos, que nunca terminaremos de meditarlos y explorarlos. Es una cena testamentaria; es una cena afectuosa e inmensamente triste, al tiempo que misteriosamente reveladora de promesas divinas, de visiones supremas. Se echa encima la muerte, con inauditos presagios de traición, de abandono, de inmolación; la conversación se apaga enseguida, mientras la palabra de Jesús fluye continua, nueva, extremadamente dulce, tensa en confidencias supremas, cerniéndose así entre la vida y la muerte» (Pablo VI, Homilía Jueves Santo, 27-III-1975).
Lo que Cristo hizo por los suyos puede resumirse en la frase «los amó hasta el fin» (v. 1). Indica la intensidad del amor de Cristo que llega hasta dar su vida. Es más, ese amor no termina con su muerte porque Él vive, y desde su resurrección gloriosa nos sigue amando infinitamente. «El “amor hasta el extremo” (Jn 13,1) es el que confiere su valor de redención y de reparación, de expiación y de satisfacción al sacrificio de Cristo. Nos ha conocido y amado a todos en la ofrenda de su vida (...). Ningún hombre aunque fuese el más santo estaba en condiciones de tomar sobre sí los pecados de todos los hombres y ofrecerse en sacrificio por todos. La existencia en Cristo de la persona divina del Hijo, que al mismo tiempo sobrepasa y abraza a todas las personas humanas, y que le constituye Cabeza de toda la humanidad, hace posible su sacrificio redentor por todos» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 616).
En el lavatorio de los pies, el Señor se humilla realizando una tarea propia de los esclavos de la casa. El pasaje recuerda el himno de la Carta a los Filipenses: «Cristo Jesús... siendo de condición divina... se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo...» (Flp 2,6-7). Lavar los pies a sus discípulos tenía un profundo significado que San Pedro no podía entender entonces. Jesús, mediante aquel gesto, expresaba de modo sencillo y simbólico que no había «venido a ser servido, sino a servir», y que su servicio consistía en «dar su vida en redención de muchos» (Mc 10,45). Así da a entender a los Apóstoles, y en ellos a todos los que después formarían la Iglesia, que el servicio humilde a los demás hace al discípulo semejante al Maestro. «Si, por consiguiente, a la luz de esta actitud de Cristo se puede verdaderamente “reinar” sólo “sirviendo”, a la vez, el “servir” exige tal madurez espiritual que es necesario definirla como el “reinar”» (Juan Pablo II, Redemptor hominis, n. 21).
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