25º domingo del Tiempo ordinario – B.
1ª lectura
Se dijeron
los impíos:
12
Preparemos trampas para el justo, pues nos es molesto:
se opone a nuestros actos,
nos echa en cara pecados contra la Ley ,
nos denuncia de faltas contra la educación que
recibimos.
17
Veamos si son veraces sus palabras,
pongamos a prueba cómo es su salida.
18
Si el justo es de verdad hijo de Dios, Él le amparará
y le librará de manos de los adversarios.
19
Sometámosle a prueba con ultraje y tortura
para cerciorarnos de su rectitud
y comprobar su paciencia.
20
Condenémosle a muerte ignominiosa,
pues, según sus palabras, Dios le asistirá.
El impío no se limita a disfrutar de
los placeres, sino que no tolera la presencia del justo, porque le es un
constante reproche; por eso lo somete a la prueba del tormento y de un fin
ignominioso, para ver si Dios, al que el justo llama Padre, le ayuda realmente.
Si no es así, la razón estará de su parte. Las palabras de los impíos, dichas de forma irónica, tienen eco en los ultrajes de escribas
y sacerdotes contra Jesús en la cruz (cfr Mt 27,40-43; Mc 15,31-32; Lc
23,35-37).
Nótese que el justo se dice «hijo de
Dios» (v. 18). Supone una novedad en el pensamiento judío, pues hasta entonces
«hijo de Dios» era considerado todo el pueblo de Israel o el rey que lo
representaba (cfr Ex 4,22; Dt 14,1; 32,6; Sal 2; Is 30,1.9; Os 11,1). Pero ya
en los libros más tardíos del Antiguo Testamento (por ejemplo, en Si 23,4;
51,14) se vislumbraba la paternidad de Dios respecto de cada justo. De todas
formas, el título «hijo de Dios» se aplica propiamente al Mesías, que es el
Justo por antonomasia. Por eso, estas palabras se cumplen en Jesucristo, el
Hijo de Dios.
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