27º domingo del Tiempo ordinario – B.
Evangelio
2 Se
acercaron entonces unos fariseos que le preguntaban, para tentarle, si le es
lícito al marido repudiar a su mujer. 3 Él les respondió:
—¿Qué os mandó Moisés?
4 —Moisés
permitió darle escrito el libelo de repudio y despedirla —dijeron ellos.
5 Pero
Jesús les dijo:
—Por la dureza de vuestro corazón os
escribió este precepto. 6 Pero en el principio de la creación los
hizo hombre y mujer. 7 Por eso dejará el hombre a su padre y a su
madre y se unirá a su mujer, 8 y serán los dos una sola carne. De
modo que ya no son dos, sino una sola carne. 9 Por tanto, lo que
Dios ha unido, que no lo separe el hombre.
10 Una
vez en la casa, sus discípulos volvieron a preguntarle sobre esto.
11 Y
les dijo:
—Cualquiera que repudie a su mujer y
se case con otra, comete adulterio contra aquélla; 12 y si la mujer
repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio.
13 Le
presentaban unos niños para que los tomara en sus brazos; pero los discípulos
les reñían. 14 Al verlo Jesús se enfadó y les dijo:
—Dejad que los niños vengan conmigo, y
no se lo impidáis, porque de los que son como ellos es el Reino de Dios. 15
En verdad os digo: quien no reciba el Reino de Dios como un niño no
entrará en él.
16 Y
abrazándolos, los bendecía imponiéndoles las manos.
El marco de la escena es frecuente en el evangelio. La actitud
malintencionada de ciertos fariseos contrasta con la sencillez de la multitud
que escucha con atención las enseñanzas. Cristo conoce la doblez de sus
tentadores y por eso les pregunta qué «mandó» Moisés (v. 3). Los fariseos saben
que no existe tal mandato, y por eso contestan que Moisés «permitió» el libelo
de repudio (v. 4). Establecidos los principios para el diálogo, Jesucristo
explica que el verdadero mandato es el que Dios instituyó en el momento de la
creación (Gn 2,24): «El amor de los esposos exige, por su misma naturaleza, la
unidad y la indisolubilidad de la comunidad de personas que abarca la vida
entera de los esposos: “De manera que ya no son dos sino una sola carne” (Mt
19,6). “Están llamados a crecer continuamente en su comunión a través de la
fidelidad cotidiana a la promesa matrimonial de la recíproca donación total”
(Juan Pablo II, Fam. cons. 19). Esta
comunión humana es confirmada, purificada y perfeccionada por la comunión en
Jesucristo dada mediante el sacramento del matrimonio. Se profundiza por la
vida de la fe común y por la
Eucaristía recibida en común» (Catecismo de la
Iglesia Católica , n. 1644).
En las palabras finales del Señor se recoge una cláusula (v. 12) que
tiene más presente la legislación romana que la judía, ya que esta última no
contemplaba la posibilidad de que la mujer repudiara al marido. Las palabras
parecen una actualización de la enseñanza de Jesucristo para los destinatarios
del Evangelio de Marcos. En todo caso
nos enseñan que el sentido de la doctrina de Cristo debe ser actualizado en la
vida y las circunstancias de cada uno de nosotros. Hoy, «dar testimonio del
inestimable valor de la indisolubilidad y fidelidad matrimonial es uno de los
deberes más preciosos y urgentes de las parejas cristianas de nuestro tiempo.
Por esto, (...) alabo y aliento a las numerosas parejas que, aun encontrando no
leves dificultades, conservan y desarrollan el bien de la indisolubilidad;
cumplen así, de manera útil y valiente, el cometido a ellas confiado de ser un
“signo” en el mundo —un signo pequeño y precioso, a veces expuesto a tentación,
pero siempre renovado— de la incansable fidelidad con que Dios y Jesucristo
aman a todos los hombres y a cada hombre. Pero es obligado también reconocer el
valor del testimonio de aquellos cónyuges que, aun habiendo sido abandonados
por el otro cónyuge, con la fuerza de la fe y de la esperanza cristiana no han
pasado a una nueva unión; también éstos dan un auténtico testimonio de
fidelidad, de la que el mundo tiene hoy gran necesidad» (Juan Pablo II, Familiaris consortio, n. 20).
El evangelio muestra en muchos pasajes los rasgos de la verdadera Humanidad
de Jesús: su mirada indignada cuando advierte la dureza de los corazones (3,5),
su tristeza ante la falta de fe de sus paisanos de Nazaret (6,6), su desaliento
ante la doblez de los fariseos (cfr 8,12), su enfado con los discípulos (v.
14), etc. Ahora, en un episodio lleno de espontaneidad y viveza, narrado al
final de este pasaje, Marcos evoca la actitud del Señor hacia los niños: parece
que al evangelista le faltan las palabras (cfr v. 16) para describir el cariño
que les tiene Jesús.
Pero el suceso entraña también una enseñanza: el Reino de los Cielos
es de quienes lo reciben como un niño, es decir, no como algo merecido sino como
un don recibido de Dios Padre. De ahí nace la vida de infancia espiritual
recomendada por los santos: «Ser pequeño exige creer como creen los niños, amar
como aman los niños, abandonarse como se abandonan los niños... rezar como
rezan los niños» (S. Josemaría Escrivá, Santo
Rosario, prólogo).
Comentarios