Comentario a Jos 24,1-18
El libro de Josué es, más que un reportaje de acciones bélicas, una extraordinaria lección de teología sobre la fidelidad de Dios que siempre cumple sus promesas y una llamada a corresponder a esa fidelidad. Así lo confirma el hecho de que el libro termine con la ratificación de la Alianza, con la renovación, por parte de la gente que ha tomado posesión de la tierra prometida, del compromiso asumido por sus padres en el Sinaí. La ceremonia se sitúa en Siquem. Después del prólogo histórico en el que se recuerda cuanto ha hecho el Señor por los israelitas (vv. 2-13), Josué interroga al pueblo sobre su determinación de permanecer fiel al Señor (vv. 14-24). Cuando todos a una asumen el compromiso de servir al Señor y obedecerle en todo, se lleva a cabo el rito que ratifica la Alianza (vv. 25-27). Estos elementos aparecen en algunos pactos hititas de vasallaje pertenecientes al segundo milenio a.C. Por tanto, además del carácter religioso, la Alianza tenía fuerza de ley.
La Alianza está en la base de la moral cristiana, pues supone comprender que Dios dirige la historia y elige a los que han de asumir un compromiso concreto de fidelidad: «La doctrina moral cristiana, en sus mismas raíces bíblicas, reconoce la específica importancia de una elección fundamental que cualifica la vida moral y que compromete la libertad a nivel radical ante Dios. Se trata de la elección de la fe —de la obediencia de la fe (cfr Rm 16,26)—, por la que “el hombre se entrega entera y libremente a Dios”, y le ofrece “el homenaje total de su entendimiento y voluntad” (Dei Verbum, 5). (...) En el Decálogo se encuentra, al inicio de los diversos mandamientos, la cláusula fundamental: “Yo, el Señor, soy tu Dios” (Ex 20,2), la cual, confiriendo el sentido original a las múltiples y varias prescripciones particulares, asegura a la moral de la Alianza una fisonomía de totalidad, unidad y profundidad. La elección fundamental de Israel se refiere, por tanto, al mandamiento fundamental (cfr Jos 24,14-25; Ex 19,3-8, Mi 6,8)» (Juan Pablo II, Veritatis splendor, n. 66).
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