1 Entonces
el Reino de los Cielos será como diez vírgenes, que tomaron sus lámparas y
salieron a recibir al esposo. 2 Cinco de ellas eran necias y cinco
prudentes; 3 pero las necias, al tomar sus lámparas, no llevaron
consigo aceite; 4 las prudentes, en cambio, junto con las lámparas
llevaron aceite en sus alcuzas. 5 Como tardaba en venir el esposo,
les entró sueño a todas y se durmieron. 6 A medianoche se oyó una voz: «¡Ya
está aquí el esposo! ¡Salid a su encuentro!» 7 Entonces se
levantaron todas aquellas vírgenes y aderezaron sus lámparas. 8 Y
las necias les dijeron a las prudentes: «Dadnos aceite del vuestro porque
nuestras lámparas se apagan». 9 Pero las prudentes les respondieron:
«Mejor es que vayáis a quienes lo venden y compréis, no sea que no alcance para
vosotras y nosotras». 10 Mientras fueron a comprarlo vino el esposo,
y las que estaban preparadas entraron con él a las bodas y se cerró la puerta. 11
Luego llegaron las otras vírgenes diciendo: «¡Señor, señor, ábrenos!» 12
Pero él les respondió: «En verdad os digo que no os conozco». 13 Por
eso: velad, porque no sabéis el día ni la hora.
La parábola de las vírgenes necias y prudentes es un ejemplo de la
llamada a estar vigilantes. El Señor dice con claridad que es una parábola que
habla del Reino de los Cielos, y es la única ocasión en que la expresa en
futuro (v. 1). Se refiere, por tanto, a los cristianos que han sido llamados a la Iglesia y han respondido a
esa llamada. Pero no basta con esperar, también hay que actuar: «El
cristianismo no es camino cómodo: no basta estar
en la Iglesia
y dejar que pasen los años. En la vida nuestra, en la vida de los cristianos,
la conversión primera —ese momento único, que cada uno recuerda, en el que se
advierte claramente todo lo que el Señor nos pide— es importante; pero más
importantes aún, y más difíciles, son las sucesivas conversiones. Y para
facilitar la labor de la gracia divina con estas conversiones sucesivas, hace
falta mantener el alma joven, invocar al Señor, saber oír, haber descubierto lo
que va mal, pedir perdón» (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 57).
En la imagen del lector se representa una de aquellas ruidosas y
largas bodas orientales (cfr Jn 2,1-11). La novia, con sus parientes y amigas,
espera la llegada del novio con su comitiva para ser trasladada a su propia
casa. En la alegoría se descubre enseguida que el esposo representa a
Jesucristo y las vírgenes a las personas invitadas a la boda, es decir, a la
alianza esponsal de Dios con su Iglesia. La enseñanza es clara: no es
suficiente con que estemos en la
Iglesia , esperando sin más el acontecimiento definitivo; hay
que mantener viva la fe y hacer buenas obras: «Vela con el corazón, con la fe,
con la esperanza, con la caridad, con las obras (...); prepara las lámparas,
cuida de que no se apaguen, aliméntalas con el aceite interior de una recta
conciencia; permanece unido al Esposo por el Amor, para que Él te introduzca en
la sala del banquete, donde tu lámpara nunca se extinguirá» (S. Agustín, Sermones 93,17).
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