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La nueva Jerusalén (Ap 21,10-14.22-23)

Domingo 6º de Pascua – C. 2ª lectura
10 [Uno de los siete ángeles] me llevó en espíritu a un monte de gran altura y me mostró la ciudad santa, Jerusalén, que bajaba del cielo de parte de Dios, 11 reflejando la gloria de Dios: su luz era semejante a una piedra preciosísima, como la piedra de jaspe, transparente como el cristal. 12 Tenía una muralla de gran altura con doce puertas, y sobre las puertas doce ángeles y unos nombres escritos que son los de las doce tribus de los hijos de Israel. 13 Tres puertas al oriente, tres puertas al norte, tres puertas al sur y tres puertas al occidente. 14 La muralla de la ciudad tenía doce pilares y en ellos los doce nombres de los doce apóstoles del Cordero. 22 Pero no vi templo alguno en ella, pues su templo es el Señor Dios omnipotente y el Cordero. 23 La ciudad no tiene necesidad de que la alumbren el sol ni la luna: la ilumina la gloria de Dios y su lámpara es el Cordero.
Se contempla ahora, como momento culminante del libro, la instauración plena del Reino de Dios: un mundo nuevo sobre el que habitará la humanidad renovada —la nueva Jerusalén,  cuya llegada está garantizada por la Palabra del Dios eterno y todo­poderoso (vv. 5-8). Esa humanidad —el Pueblo de Dios— es presentada como la Esposa del Cordero, y descrita detalladamente como una ciudad maravillosa en la que reinan Dios Padre y Cristo (21,9-22,5). La visión se asemeja a la del profeta Ezequiel cuando contemplaba la nueva Jerusalén y el futuro Templo (cfr Ez 40,1-42,20). Pero aquí se destaca que la ciudad baja del cielo, expresando así que la instauración plena, y tan anhelada, del reino mesiánico se va a realizar por el poder de Dios y conforme a su voluntad.
Los nombres de las tribus de Israel y de los Doce Apóstoles (21,12-14) expresan la continuidad entre el antiguo Pueblo elegido y la Iglesia de Cristo, y al mismo tiempo indican la novedad de la Iglesia, que se asienta sobre los Doce Apóstoles del Señor (cfr Ef 2,20). La disposición de las puertas (21,21) simboliza la universalidad de la Iglesia, a la que han de concurrir todas las gentes para alcanzar la salvación. En este sentido enseña San Agustín que «fuera de la Iglesia Católica se puede encontrar todo menos la salvación» (Sermo ad Caesariensis ecclesiae plebem 6). Sorprendentemente en ella no hay Templo (21,22), en contraste con la visión de Ezequiel, pues no habrá necesidad de un signo de la morada divina, ya que los bienaventurados verán a Dios y al Cordero cara a cara. Si el agua de la vida es símbolo del Espíritu Santo (cfr 21,6), con razón algunos Padres de la Iglesia y autores modernos ven en este pasaje una significación trinitaria: el Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo, representado por el río que surge del trono de Dios y del Cordero.
Este pasaje del Apocalipsis alimenta la fe y la esperanza de la Iglesia —no sólo en la generación contemporánea de Juan, sino a lo largo de toda la historia— mientras camina aún por este mundo. Así lo proclama el Concilio Vaticano II: «Ignoramos el momento de la consumación de la tierra y de la humanidad, y no sabemos cómo se transformará el universo. Ciertamente, la figura de este mundo, deformada por el pecado, pasa, pero se nos enseña que Dios ha preparado una nueva morada y una nueva tierra en la que habita la justicia y cuya bienaventuranza llenará y superará todos los deseos de paz que se levantan en los corazones de los hombres. Entonces, vencida la muerte, los hijos de Dios serán resucitados en Cristo, y lo que fue sembrado en debilidad y en corrupción, se vestirá de incorruptibilidad; y, permaneciendo la caridad y sus obras, toda aquella creación que Dios hizo a causa del hombre será liberada de la servidumbre de la ­vanidad» (Conc. Vaticano II, Gaudium et spes, n. 39).

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