Domingo 6º de Pascua – C. 1ª lectura
Comentario a Hechos de los Apóstoles 15,1-29
Algunos cristianos de procedencia farisea —«algunos de los que estaban con Santiago» (Ga 2,12)— llegados a Antioquía afirman categóricamente que no es posible la salvación a quien no se circuncide y practique la Ley de Moisés. Han aceptado (cfr 11,18) que los gentiles convertidos puedan bautizarse y formar parte de la Iglesia. Pero no han entendido bien la nueva disposición evangélica, y piensan aún que es necesario abrazar primero el judaísmo, cumpliendo todos los preceptos y ritos mosaicos. Las graves afirmaciones de estos discípulos no sólo turban el ánimo de los cristianos antioquenos, sino que comprometen la propagación de la Iglesia misma. Se plantea por lo tanto la necesidad de una apelación a los Apóstoles y presbíteros, que se encuentran en Jerusalén y llevan el gobierno de la Iglesia.
El decreto apostólico (vv. 23-29) resume en breves trazos todo el asunto: el origen del problema y la solución. Es de notar que la decisión de los Apóstoles se presenta también como obra del Espíritu Santo (v. 28): «Pienso que no pueden explicarse las riquezas de estos inmensos acontecimientos —escribe Orígenes— si no es con ayuda del mismo Espíritu que fue autor de ellos» (Homiliae in Exodum 4,5). Así lo comenta un teólogo español del siglo XVI: «Nosotros debemos entrar por el mismo camino que el apóstol Pablo estimó como el más adecuado para resolver toda cuestión sobre la doctrina de la fe (...). Podrían los gentiles pedir satisfacción al concilio de Jerusalén porque parecía privarles de la libertad concedida por Jesucristo, y porque imponía sobre los discípulos determinadas ceremonias como necesarias, cuando en realidad no lo eran, ya que la fe era el elemento apto para la salvación. Tampoco los judíos objetaron, siendo así que contra la resolución del concilio podrían haber invocado la Escritura santa, que parece afirmar la necesidad de la circuncisión para salvarse. Así pues, concediendo tanto honor al concilio nos dieron a todos la norma que debía observarse en todos los tiempos posteriores; es decir, depositar nuestra fe indeclinable en la autoridad de los sínodos confirmados por Pedro y sus legítimos sucesores. Así nos ha parecido, dicen, al Espíritu Santo y a nosotros. Luego la sentencia del concilio es la mismísima del Espíritu Santo» (Melchor Cano, De locis theologicis 5,4).
Las tres abstenciones que se recomiendan (v.29) estaban establecidas en el Levítico. Eran: a) No consumir carne que había sido ofrecida a los ídolos, porque suponía para los judíos participar de alguna manera en cultos sacrílegos (Lv 17,7-9). b) Uniones irregulares (Lv 18,6ss.) —y otros atentados contra la moral sexual—, algunas de las cuales serían más tarde recibidas como impedimentos en la legislación matrimonial de la Iglesia. c) Abstinencia de la sangre y de la carne de animales sin desangrar (Lv 17,10ss.); se fundaba en la concepción de que la sangre es la expresión de la vida y como tal sólo pertenece a Dios; por ello, los judíos experimentaban hacia la consumición de sangre una repugnancia religiosa y cultural prácticamente insuperable. Estas prescripciones que debían cumplir los israelitas y los extranjeros que vivían en Israel (Lv 17,8.10.13.15), en la tradición judía, formaban parte de lo que se llamaban «mandamientos noáquicos», es decir, los mandamientos que Dios dio a Noé y a sus hijos (Gn 9,4-5) y que se consideraban la Ley para los gentiles. Sin embargo, Santiago había afirmado también que ésta es una decisión prudencial —de carácter temporal y mudable— para evitar el escándalo entre los que siguen la Ley de Moisés en toda la diáspora (v. 21). San Pablo actuará de la misma manera en el caso de las carnes sacrificadas a los ídolos (1 Co 8,1-13), y en el caso del incestuoso de Corinto (1 Co 5,1-13), que probablemente incumplía una de las normas de impureza aquí aludidas (Lv 18,6ss.).
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