Ascensión del Señor – C. Evangelio
46 En
aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
—Así está escrito: que el Cristo tiene
que padecer y resucitar de entre los muertos al tercer día, 47 y que
se predique en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las
gentes, comenzando desde Jerusalén. 48 Vosotros sois testigos de
estas cosas. 49 Y sabed que yo os envío al que mi Padre ha
prometido. Vosotros permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de la
fuerza de lo alto.
50 Los
sacó hasta cerca de Betania y levantando sus manos los bendijo. 51 Y
mientras los bendecía, se alejó de ellos y comenzó a elevarse al cielo. 52
Y ellos le adoraron y regresaron a Jerusalén con gran alegría. 53 Y
estaban continuamente en el Templo bendiciendo a Dios.
En estas últimas palabras del Señor en el Evangelios de San Lucas se
compendia todo lo que desarrollará después en el libro de los Hechos de los Apóstoles: está en el
designio de Dios la predicación del misterio de Cristo (vv. 46-47), del que
aquéllos han sido testigos (v. 48), para la salvación universal (v. 47). La
misión apostólica comenzará en Jerusalén (v. 47) porque allí culmina el «éxodo»
de Jesús (cfr 9,31) y allí comienza la misión del Espíritu Santo (v. 49). Si
Galilea era la tierra de las promesas (24,6), Jerusalén es la del cumplimiento.
Con la Ascensión
se consuma la salvación. Jesús, como Sumo Sacerdote, bendice a sus fieles. Su
entrada en el cielo no significa sólo la gloria merecida por su Humanidad
santísima, sino que señala que nuestra humanidad participa ya en Él de la
gloria de la divinidad: «Los Apóstoles y todos los discípulos, que estaban
turbados por su muerte en la cruz y dudaban de su resurrección, (...) cuando el
Señor subió al cielo, no sólo no experimentaron tristeza alguna, sino que se
llenaron de gran gozo. Y es que en realidad fue motivo de una inmensa e
inefable alegría el hecho de que la naturaleza humana, en presencia de una
santa multitud, ascendiera por encima de la dignidad de todas las criaturas celestiales,
(...) por encima de los mismos arcángeles, sin que ningún grado de elevación
pudiera dar la medida de su exaltación, hasta ser recibida junto al Padre,
entronizada y asociada a la gloria de aquel con cuya naturaleza divina se había
unido en la persona del Hijo» (S. León Magno, Sermo 1 de ascensione Domini 4).
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