Domingo 4º de Pascua – C. Evangelio
En aquel tiempo, dijo Jesús:
27 Mis
ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y me siguen. 28 Yo les doy
vida eterna; no perecerán jamás y nadie las arrebatará de mi mano. 29 Mi Padre, que
me las dio, es mayor que todos; y nadie puede arrebatarlas de la mano del
Padre. 30 Yo y el Padre somos uno.
Jesús vuelve a servirse de la imagen del pastor. Es como si dijera
—comenta San Gregorio Magno— que «la prueba de que conozco al Padre y el Padre
me conoce a mí (...) es la caridad con que muero por mis ovejas» (Homiliae in Evangelia 14,3). Quienes se
resistan a reconocer que Jesús realiza sus obras de parte de su Padre no podrán
creer. Jesús da su gracia a todos, pero algunos ponen obstáculos y no quieren
abrirse a la fe. «Puedo ver gracias a la luz del sol; pero si cierro los ojos,
no veo: esto no es por culpa del sol sino por culpa mía, porque al cerrar los
ojos impido que me llegue la luz solar» (Sto. Tomás de Aquino, Super Evangelium Ioannis, ad loc.).
En el v. 30, Jesús manifiesta la identidad sustancial entre Él y el
Padre. Antes había proclamado a Dios como Padre suyo «haciéndose igual a Dios»
(5,18); por esto los judíos habían pensado varias veces en darle muerte (cfr
5,18; 8,59). Ahora habla acerca del misterio de Dios, que los hombres sólo
podemos conocer por revelación. Más adelante, en la Ultima Cena, volverá a
desvelar ese misterio (14,10; 17,21-22). El evangelista ya lo contemplaba al
comienzo del prólogo (cfr 1,1 y nota). «Escucha —invita San Agustín— al mismo
Hijo: Yo y el Padre somos uno. No
dijo: “Yo soy el Padre”, ni “Yo y el Padre es uno mismo”. Sino que en la expresión Yo y el
Padre somos uno hay que fijarse en las dos palabras: somos y uno (...). Porque
si son uno entonces no son diversos, y si somos,
entonces hay un Padre y un Hijo» (In
Ioannis Evangelium 36,9). Jesús revela su unidad con el Padre en cuanto a
la esencia o naturaleza divina, pero al mismo tiempo manifiesta la distinción
personal entre el Padre y el Hijo. «Creemos, pues, en Dios, que en toda la
eternidad engendra al Hijo; creemos en el Hijo, Verbo de Dios, que es engendrado
desde la eternidad; creemos en el Espíritu Santo, Persona increada, que procede
del Padre y del Hijo como Amor sempiterno de ellos. Así, en las tres Personas
divinas, que son eternas entre sí e iguales entre sí, la vida y felicidad de
Dios enteramente uno abundan sobremanera y se consuman con excelencia máxima y
gloria propia de la Esencia
increada; y siempre hay que venerar la unidad en la Trinidad y la Trinidad en la unidad»
(Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios,
n. 10).
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