Domingo 6º de Pascua – C. Evangelio
23 En
aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
—Si alguno me ama, guardará mi
palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él. 24 El
que no me ama, no guarda mis palabras; y la palabra que escucháis no es mía
sino del Padre que me ha enviado. 25 Os he hablado de todo esto
estando con vosotros; 26 pero el Paráclito, el Espíritu Santo que el
Padre enviará en mi nombre, Él os enseñará todo y os recordará todas las cosas
que os he dicho.
27 La
paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. No se turbe
vuestro corazón ni se acobarde. 28 Habéis escuchado que os he dicho:
«Me voy y vuelvo a vosotros». Si me amarais os alegraríais de que vaya al
Padre, porque el Padre es mayor que yo. 29 Os lo he dicho ahora
antes de que suceda, para que cuando ocurra creáis.
Jesús anuncia que, tras su resurrección, enviará el Espíritu Santo a
los Apóstoles, que les guiará haciéndoles recordar y comprender cuanto Él les
había dicho. El Espíritu Santo es revelado así como otra Persona divina con
relación a Jesús y al Padre. Con ello se anuncia ya el misterio de la Santísima Trinidad ,
que se revelará en plenitud con el cumplimiento de esta promesa.
Paráclito (v. 26) significa «llamado junto a uno» con el fin de
acompañar, consolar, proteger, defender... De ahí que el Paráclito se traduzca
por «Consolador», «Abogado», etc. Jesús habla del Espíritu Santo como de «otro
Paráclito» (v. 16), porque el mismo Jesús es nuestro Abogado y Mediador en el
cielo junto al Padre (cfr 1 Jn 2,1), y el Espíritu Santo será dado a los
discípulos en lugar suyo cuando Él suba al cielo como Abogado o Defensor que
les asista en la tierra.
El Paráclito es nuestro Consolador mientras caminamos en este mundo en
medio de dificultades y bajo la tentación de la tristeza. «Por grandes que sean
nuestras limitaciones, los hombres podemos mirar con confianza a los cielos y
sentirnos llenos de alegría: Dios nos ama y nos libra de nuestros pecados. La
presencia y la acción del Espíritu Santo en la Iglesia son la prenda y la
anticipación de la felicidad eterna, de esa alegría y de esa paz que Dios nos
depara» (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo
que pasa, n. 128).
Los Apóstoles se habían mostrado extrañados (v. 22) debido a que
entienden las palabras anteriores de Jesús como una manifestación reservada
sólo a ellos, mientras que era creencia común entre los judíos que el Mesías se
manifestaría a todo el mundo como Rey y Salvador. La respuesta de Jesús (v. 23)
es en apariencia evasiva, pero en realidad, al apuntar el modo de esa
manifestación, explica por qué no se manifiesta al mundo: Él se da a conocer a
quien le ama y guarda sus mandamientos. Dios se había manifestado repetidas
veces en el Antiguo Testamento y había prometido su presencia en medio del
pueblo (cfr Ex 29,45; Ez 37,26-27; etc.). En cambio aquí nos habla Jesús de una
presencia en cada persona. A esta presencia se refiere San Pablo cuando afirma
que cada uno de nosotros es templo del Espíritu Santo (cfr 1 Co 6,19; 2 Co
6,16-17).
La conciencia de esta inhabitación de la Trinidad en el alma ha
sido para los santos fuente de grandes consuelos: «Ha sido el hermoso sueño que
ha iluminado toda mi vida, convirtiéndola en un paraíso anticipado» (B. Isabel
de la Trinidad ,
Epistula 1906). Y San Josemaría
Escrivá, meditando en la inhabitación de la Santísima Trinidad
en el alma, renovada por la gracia, escribe: «El corazón necesita, entonces,
distinguir y adorar a cada una de las Personas divinas. De algún modo, es un
descubrimiento, el que realiza el alma en la vida sobrenatural, como los de una
criaturica que va abriendo los ojos a la existencia. Y se
entretiene amorosamente con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo; y
se somete fácilmente a la actividad del Paráclito vivificador, que se nos
entrega sin merecerlo: ¡los dones y las virtudes sobrenaturales!» (Amigos de Dios, n. 306).
El término que traducimos por «recordar» (v. 26) incluye también la
idea de «sugerir»: el Espíritu Santo traerá a la memoria de los Apóstoles lo
que ya habían escuchado a Jesús, pero con una luz tal, que les capacitará para
descubrir la profundidad y riqueza de lo que habían visto y escuchado. Así,
«los Apóstoles comunicaron a sus oyentes los dichos y los hechos de Jesús con
aquella mayor comprensión que les daban los acontecimientos gloriosos de Cristo
(cfr 2,22) y la enseñanza del Espíritu de la Verdad » (Conc. Vaticano II, Dei Verbum, n. 18). «En efecto, el Espíritu Santo enseñó y recordó:
enseñó todo aquello que Cristo no había dicho por superar nuestras fuerzas, y
recordó lo que el Señor había enseñado y que, bien por la oscuridad de las
cosas, bien por la torpeza de su entendimiento, ellos no habían podido
conservar en la memoria» (Teofilacto, Enarratio
in Evangelium Ioannis, ad loc.).
Con el don del Espíritu Santo recibimos la paz (v. 27), es decir, la
reconciliación con Dios y con los demás. La paz que nos da Jesús transciende
por completo la del mundo, que puede ser superficial y aparente, compatible con
la injusticia. En
cambio, la paz de Cristo es sobre todo reconciliación con Dios y entre los
hombres, uno de los frutos del Espíritu Santo (cfr Ga 5,22-23).
Cuando Jesús dice que el Padre es mayor que Él (v. 28), está
considerando su naturaleza humana; así, en cuanto hombre, Jesús va a ser
glorificado ascendiendo a la derecha del Padre. Jesucristo «es igual al Padre
según la divinidad, menor que el Padre según la humanidad» (Símbolo Atanasiano).
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