Domingo 5º de Pascua – C. 2ª lectura
1 Vi
un cielo nuevo y una tierra nueva, pues el primer cielo y la primera tierra
desaparecieron, y el mar ya no existe. 2 Vi también la ciudad santa,
la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo de parte de Dios, ataviada como una
novia que se engalana para su esposo. 3 Y oí una fuerte voz
procedente del trono que decía:
—Ésta es la morada de Dios con los
hombres: Habitará con ellos y ellos serán su pueblo, y Dios, habitando
realmente en medio de ellos, será su Dios. 4 Y enjugará toda lágrima
de sus ojos; y no habrá ya muerte, ni llanto, ni lamento, ni dolor, porque todo
lo anterior ya pasó.
5a El
que estaba sentado en el trono dijo:
—Mira, hago nuevas todas las cosas.
Eliminadas todas las fuerzas del mal, incluso la muerte, el autor
contempla ahora, como momento culminante del libro, la instauración plena del
Reino de Dios: un mundo nuevo sobre el que habitará la humanidad renovada —la
nueva Jerusalén (21,1-4; cfr Is 65,12-25)—, y cuya llegada está garantizada por
la Palabra
del Dios eterno y todopoderoso (21,5-8). Esa humanidad —el Pueblo de Dios— es
presentada como la Esposa
del Cordero, y descrita detalladamente como una ciudad maravillosa en la que
reinan Dios Padre y Cristo (21,9-22,5). La visión se asemeja a la del profeta
Ezequiel cuando contemplaba la nueva Jerusalén y el futuro Templo (cfr Ez
40,1-42,20). Pero aquí se destaca que la ciudad baja del cielo, expresando así
que la instauración plena, y tan anhelada, del reino mesiánico se va a realizar
por el poder de Dios y conforme a su voluntad.
Este pasaje del Apocalipsis alimenta
la fe y la esperanza de la
Iglesia —no sólo en la generación contemporánea de Juan, sino
a lo largo de toda la historia— mientras camina aún por este mundo. Así lo
proclama el Concilio Vaticano II: «Ignoramos el momento de la consumación de la
tierra y de la humanidad, y no sabemos cómo se transformará el universo.
Ciertamente, la figura de este mundo, deformada por el pecado, pasa, pero se
nos enseña que Dios ha preparado una nueva morada y una nueva tierra en la que
habita la justicia y cuya bienaventuranza llenará y superará todos los deseos
de paz que se levantan en los corazones de los hombres. Entonces, vencida la
muerte, los hijos de Dios serán resucitados en Cristo, y lo que fue sembrado en
debilidad y en corrupción, se vestirá de incorruptibilidad; y, permaneciendo la
caridad y sus obras, toda aquella creación que Dios hizo a causa del hombre
será liberada de la servidumbre de la vanidad» (Conc. Vaticano II, Gaudium et spes, n. 39).
Comentarios