5º domingo de Cuaresma – B. 1ª lectura
Comentario a Jeremías 31,31-34
Las palabras de este oráculo son centrales en el mensaje de Jeremías y, sin duda, las más influyentes de este profeta en el Nuevo Testamento y en la enseñanza cristiana. La mayoría de los comentaristas antiguos y modernos las consideran auténticas de Jeremías y suelen situarlas en los inicios de su ministerio, como apoyo a la reforma del rey Josías.
El oráculo consta de dos partes contrapuestas: la primera (vv. 31-32) describe la alianza antigua, rota por los pecados del pueblo; la segunda (vv. 33-34) presenta vigorosamente la Nueva Alianza que ha de permanecer para siempre.
La antigua alianza está descrita con tres características propias: tenía el peso de la tradición porque había sido pactada «con los padres»; era la señal de la elección divina, como refleja la expresión exclusiva de Jeremías, «el día que los tomé de la mano, para sacarlos de Egipto»; era muestra del dominio de Dios sobre el pueblo, como aparece en el juego de palabras baal (dueño) y Yhwh (el Señor): «Ellos rompieron mi alianza, aunque Yo fuera su señor (baal) —oráculo del Señor (Yhwh)—».
La que va a pactarse tiene también tres características que la definen: es nueva, es interior y es afectiva.
Es nueva, pues nunca hasta ahora se había calificado así el pacto con Dios; es decir, es nueva no tanto en relación con la anterior que ha quedado caduca (cfr Hb 8,8-13), sino en cuanto que es definitiva y no habrá otra. Cuando en la Última Cena Jesús pronuncia sobre el cáliz las palabras consecratorias: «Este cáliz es la nueva alianza» (Lc 22,20; 1 Co 11,25) lleva a su plenitud las palabras de Jeremías.
Es interior, puesto que está plasmada en el corazón del pueblo y de cada individuo. Su contenido no varía; es la Ley de Dios, pero cambia el modo de conocerla: la anterior estaba escrita en tablas de piedra (Ex 31,38; 34,28ss.), ésta está escrita en lo más íntimo de la persona. Por tanto, pertenece al ser del individuo más que a la obligación externa: cada uno conoce lo que tiene que hacer por la conciencia bien formada y, si no cumple las exigencias de la Alianza, pierde su identidad hasta que se convierta y reciba el perdón. En la Carta a los Hebreos se dice, como explicación de este texto, que en la Nueva Alianza el perdón de los pecados lo ha obtenido Cristo en la cruz y, por tanto, ha desaparecido el antiguo sacrificio por el pecado: «Donde hay remisión de pecados ya no hay ofrenda por ellos» (Hb 10,18).
Por último, es afectiva, en cuanto que está basada en la relación amorosa entre Dios y los suyos. La fórmula tan querida de Jeremías: «Yo seré su Dios, ellos serán mi pueblo» (cfr 7,23), expresa lazos esponsales de fidelidad y amor. El antecedente más inmediato es Oseas, que tomó como eje de su predicación la imagen matrimonial y definió el pecado como alejamiento de Dios y el castigo con términos de ruptura matrimonial: «[A tu hija] ponle de nombre “No-mi-Pueblo”, porque vosotros no sois mi pueblo, y Yo no soy el Señor para vosotros» (Os 1,9). En consecuencia, las exigencias morales han de brotar no de una imposición legal externa, sino de lo más profundo del corazón, que busca por encima de una conducta intachable, vivir en unión con Dios: «El que guarda sus mandamientos permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 3,24).
La Nueva Alianza ha dado nombre al Nuevo Testamento en el que se funda el nuevo pueblo de Dios, como declara el Concilio Vaticano II: «En todo tiempo y lugar ha sido grato a Dios el que le teme y practica la justicia. Sin embargo, quiso santificar y salvar a los hombres no individualmente y aislados, sin conexión entre sí, sino hacer de ellos un pueblo para que le conociera de verdad y le sirviera con una vida santa. Eligió, pues, a Israel para pueblo suyo, hizo una alianza con él y lo fue educando poco a poco. Le fue revelando su persona y su plan a lo largo de su historia y lo fue santificando. Todo esto, sin embargo, sucedió como preparación y figura de su alianza nueva y perfecta que iba a realizar en Cristo y de la revelación plena que iba a hacer por el mismo Verbo de Dios hecho carne. “Mirad: vienen días, dice el Señor, en los que haré con la casa de Israel y con la casa de Judá una alianza nueva...” (Jr 31,31-34). Jesús instituyó esta nueva alianza, es decir, el Nuevo Testamento en su sangre, convocando a las gentes de entre los judíos y los gentiles para que se unieran, no según la carne, sino el Espíritu, y fueran el nuevo Pueblo de Dios» (Lumen gentium, n. 9).
Comentarios