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Mirad, la virgen está encinta (Is 7,10-14)

Domingo 4º Adviento - Primera lectura. A
10 Y el Señor siguió hablando a Ajaz:
11 —Pídele al Señor, tu Dios, un signo, en el fondo del seol o en lo alto del cielo.
12 Pero Ajaz dijo:
—No lo pediré y no tentaré al Señor.
13 Entonces respondió:
—Escuchad, casa de David: «¿Os parece poco cansar a los hombres para que canséis también a mi Dios? 14 Pues bien, el propio Señor os da un signo. Mirad, la virgen está encinta y dará a luz un hijo, a quien pondrán por nombre Enmanuel.
Las palabras de la lectura se enmarcan en un encuentro entre Isaías y el rey Ajaz, en el que el monarca se debate en la duda de qué postura tomar ante las presiones que recibe para que su reino se incorpore a la coalición antiasiria formada por Israel (aquí también llamado ­Efraím) —cuya capital era Samaría— y por Siria —cuya capital era Damasco—. De Tabeel (o Tabeal) (v. 6) no se conoce más de lo que aquí se dice. Quizá fuera un alto funcionario, dispuesto a seguir la política aramea en el reino del Sur. El mensaje profético consiste en advertir a Judá que debe confiar en Dios prestando fe a su palabra, sin recurrir a alianzas políticas, ni con los sirio-efraimitas ni con Asiria. El párrafo termina lacónicamente con la amenaza de que si Ajaz y los suyos no creen, no subsistirán (vv. 7-9).
Aunque el rey Ajaz la había rechazado, el Señor le ofrece una señal de que no tiene por qué temer las amenazas de los reyes de Israel y Siria: una doncella está encinta y dará a luz un niño a quien llamará Enmanuel; en pocos años, antes de que el niño tenga uso de razón, los dos reinos a los que Ajaz teme habrán quedado desolados y vendrá una prosperidad a Judá como no la tenía desde antes de que comenzaran las amenazas del poderío asirio.
Las palabras del profeta, que en su contexto histórico y en su significación literal resultarían bastante claras para los protagonistas, tienen además la capacidad de enriquecerse con nuevos significados: es lo que ha sucedido con este texto en el desarrollo progresivo de la Revelación. En efecto, en el v. 14 hay tres elementos que, por separado y en su conjunto, pueden ser signo de la paz y de la salvación: la madre, el hijo y el nombre «Enmanuel». La madre es una doncella, es decir, una mujer joven que no ha tenido hijos antes. Podría referirse a la joven esposa de Ajaz o a una joven indeterminada. En todo caso, al presentar su embarazo en el marco de una señal que se da al rey, se indica que estamos ante un hecho novedoso. No es extraño, por eso, que los intérpretes posteriores, especialmente los que tradujeron el texto al griego hacia el siglo II a.C., para subrayar esa novedad asombrosa tradujeran la palabra hebrea «doncella» por la palabra griega «virgen». Después, los evangelistas San Mateo (Mt 1,23) y San Lucas (Lc 1,26-31) indicaron que la virginidad de María era la señal de que su Hijo es el Mesías, el verdadero Dios con nosotros, que trae la salvación.
El niño es el elemento más significativo. Si se trata del hijo de Ajaz, el futuro rey Ezequías, la profecía estaría mostrando que su nacimiento iba a ser señal de la protección divina, porque con él se aseguraría la sucesión dinástica. Si se refiere a un niño indeterminado, las palabras del profeta enseñarían que el nacimiento de este niño pondría de manifiesto la esperanza de que «Dios iba a estar con nosotros», y su edad de discernimiento (v. 16) indicaría la llegada de la paz; sería, por tanto, la señal de que «Dios está con nosotros». En el Nuevo Testamento, estas palabras se cumplen en su sentido más profundo: María es Virgen y es Madre, y su Hijo no es un símbolo de la protección de Dios sino la realidad del Dios verdadero que habita entre nosotros.
El nombre «Enmanuel» es expresión profética del carácter de revelación que tiene el nacimiento del niño, como eran reveladores los nombres de los hijos de Isaías: Sear-Yasub, que significa «un resto volverá» (7,3), y Maher-salal-jas-baz, que significa «pronto saqueo, rápido botín» (8,1-3). En el Nuevo Testamento, el nombre subraya la realidad gozosa de que Jesús es en verdad «Dios con nosotros».
La tradición cristiana ha contemplado el oráculo de Isaías con el mayor respeto y veneración: «Aprende del profeta mismo cómo ha podido suceder esto. ¿Según, quizá, la ley de la naturaleza? De ninguna manera, responde el profeta. He aquí que una virgen..., replica el profeta (...). ¡Oh evento admirable: una virgen llega a ser madre permaneciendo virgen! (...) Convenía, en efecto, que el que hacía su ingreso en la vida humana para la salvación de los hombres (...) tomase origen de una integridad absoluta y entregada a Él sin reserva alguna» (S. Gregorio de Nisa, In diem natalem Christi 1136). Por eso, exponiendo el sentir de la Iglesia, el Concilio Vaticano II puede expresarse así: «La Sagrada Escritura, en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, y la venerable Tradición van mostrando de manera cada vez más clara la función de María en la historia de la salvación y, por así decirlo, la proponen a nuestra contemplación. Los libros del Antiguo Testamento describen la historia de la salvación en la que se va preparando, paso a paso, la venida de Cristo al mundo. Estos primeros documentos, tal como se leen en la Iglesia y se interpretan a la luz de la plena revelación ulterior, iluminan poco a poco con más claridad la figura de la mujer, Madre del Redentor. Bajo esta luz, ella aparece proféticamente en la promesa hecha a nuestros primeros padres acerca de la victoria sobre la serpiente (cfr Gn 3,15). Igualmente, ella es la Virgen que concebirá y dará a luz un Hijo que se llamará Emmanuel (Is 7,14; Mi 5,2-3; Mt 1,22-23). Ella misma sobresale entre los humildes y los pobres del Señor, que esperan de Él con confianza la salvación y la acogen. Finalmente, con ella, excelsa Hija de Sión, después de la larga espera de la promesa, se cumple el plazo y se inaugura el nuevo plan de salvación. Es el momento en que el Hijo de Dios tomó de María la naturaleza humana para librar al hombre del pecado por medio de los misterios vividos en su carne» (Lumen gentium, n. 55).
El hecho de que el oráculo fuera pronunciado en circunstancias históricas concretas no cierra, pues, su horizonte más trascendente, es decir, mesiánico, que se ha ido abriendo a la luz de la historia de la salvación, en la que se deben mirar los episodios en función del designio salvador de Dios y de su acontecimiento último, que es Jesucristo. Sólo desde esta perspectiva se está en condiciones de entender que la historia del Antiguo Testamento, en su conjunto y en muchas de sus etapas, constituye una profecía del Nuevo, una «preparación del Evangelio». Por esto, para la lectura cristiana, que dispone de alguna manera del conocimiento del «final», la interpretación mesiánica del oráculo del Enmanuel es perfectamente coherente con su sentido literal.
Las palabras del profeta, cumplidas en Cristo, han dado pie a numerosas y bellas interpretaciones espirituales: «Este Enmanuel, nacido de la Virgen, come manteca y miel, y pide de cada uno de nosotros manteca para comer (...). Nuestras obras dulces, nuestras palabras suaves y buenas, son la miel que come el Enmanuel nacido de la Virgen (...). Comiendo en verdad de nuestras buenas palabras, obras y razones, nos alimenta con sus alimentos espirituales, que son divinos y mejores. Y desde el momento que es una cosa dichosa acoger al Salvador, abiertas las puertas de nuestro corazón, preparamos para Él la “miel” y toda su cena, y así Él mismo nos conduce a la gran cena del Padre en el reino de los cielos, que está en Cristo Jesús» (Orígenes, Ho­miliae in Isaiam 2,2).

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