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Nos ha hecho estirpe real (Ap 1,5-8)

 Solemnidad de Jesucristo Rey del universo – B. 2ª lectura

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Jesucristo, el testigo fiel, primogénito de los muertos y príncipe de los reyes de la tierra. Al que nos ama y nos libró de nuestros pecados con su sangre 6 y nos ha hecho estirpe real, sacerdotes para su Dios y Padre: a él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén.
7 Mirad, viene rodeado de nubes y todos los ojos le verán, incluso los que le traspasaron, y se lamentarán por él todas las tribus de la tierra. Sí. Amén. 8 Yo soy el Alfa y la Omega, dice el Señor Dios, aquel que es, que era y que va a venir, el Todopoderoso.
En el v. 5 se aplican a Jesucristo tres títulos mesiánicos tomados del Sal 89,28-38, pero con un sentido nuevo a la luz de la fe cristiana:
1º) Jesucristo «es el testigo fiel» porque Dios ha cumplido las promesas hechas en el Antiguo Testamento de un Salvador, hijo de David (cfr 2 S 7,12-14; Ap 5,5), ya que, efectivamente, con Cristo ha llegado la salvación. Por eso, más adelante San Juan llamará a Jesucristo el «Amén» (3,14), que es como decir que con la obra de Cristo Dios ha ratificado y cumplido su Palabra; y le llamará también el «Fiel y Veraz» (19,11), porque en Jesucristo se hace patente la fidelidad de Dios y la verdad de sus promesas.
2º) A Jesús se le proclama después el «primogénito de los muertos», en cuanto que su Resurrección ha sido la victoria de la que participarán cuantos estén unidos a Él (cfr Col 1,18);
3º) Y es «príncipe de los reyes de la tierra», pues a Él pertenece el dominio universal, que se manifestará plenamente en su segunda venida, pero que ya ha comenzado a actuar venciendo el poder del pecado y de la muerte.
El Señor no se contentó con librarnos de nuestros pecados, sino que nos hizo participar de su dignidad real y sacerdotal. Por eso merece la alabanza por los siglos. «Los bautizados, en efecto, por el nuevo nacimiento y por la unción del Espíritu Santo, quedan consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo, para que ofrezcan, a través de las obras propias del cristiano, sacrificios espirituales y anuncien las maravillas del que los llamó de las tinieblas a su luz admirable» (Conc. Vaticano II, Lumen gentium, n. 10).
Aunque el texto dice, en presente, «viene rodeado de nubes» (v. 7) se ha de entender en futuro: el profeta contempló las cosas venideras como si ya estuvieran presentes (cfr Dn 7,13). Será el día del triunfo definitivo de Cristo, cuando aquellos que le crucificaron, «los que le traspasaron» (Za 12,10; cfr Jn 19,37), y los que le hayan rechazado a lo largo de la historia, verán atónitos la grandeza y la gloria del Crucificado.
Al comentar este pasaje del Apocalipsis dice S. Beda: «El que vino oculto y para ser juzgado en su primera venida, vendrá entonces de manera manifiesta. Por eso [Juan] trae a la memoria estas verdades, a fin de que lleve bien estos padecimientos aquella Iglesia que ahora es perseguida por sus enemigos y que entonces reinará con Cristo» (Explanatio Apocalypsis 1,1).

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