Solemnidad de San Juan Bautista – B.
1ª lectura
1 ¡Escuchadme, islas! ¡Poned atención, pueblos
lejanos!
El Señor me
llamó desde el seno materno,
desde las
entrañas de mi madre pronunció mi nombre.
2 Hizo de mi boca espada afilada,
a la sombra
de su mano me encubrió;
hizo de mí
una flecha aguzada,
y me guardó
en su aljaba.
3 Y me dijo: «Tú eres mi siervo, Israel,
en quien me
glorío».
4 Yo me decía: «En balde me he fatigado,
inútilmente
y en vano he gastado mi fuerza.
Sin embargo,
mi juicio pertenece al Señor,
y mi
recompensa está en mi Dios».
5 Ahora dice el Señor,
el que me
formó desde el seno materno para ser su siervo,
para hacer
que Jacob volviese a Él
y para
reunirle a Israel,
pues soy
estimado a los ojos del Señor
y mi Dios ha
venido a ser mi fortaleza:
6 «Muy poco es que seas siervo mío
para
restaurar las tribus de Jacob
y hacer
volver a los supervivientes de Israel.
Te he puesto
para ser luz de las naciones,
para que mi
salvación alcance hasta los extremos de la tierra».
En el primer canto del Siervo del Señor (42,1-9) se presentaba al
«siervo» y se hablaba de su tarea en la liberación del pueblo exiliado. En este
segundo, el siervo comienza por tomar directamente la palabra. Se dirige a las
«islas, los pueblos lejanos» y se sabe destinado por Dios desde el seno materno
para efectuar, también en ellos, los designios divinos de salvación (cfr vv.
1-3). Acerca de su misión se señalan ahora dos aspectos, que se irán
desarrollando en los oráculos posteriores. En primer lugar, su protagonismo en
la restauración de las tribus y en el regreso de los deportados a Sión (v. 5);
después, la dimensión universal de su tarea para hacer que la salvación de Dios
llegue hasta los confines de la tierra (v. 6).
En este poema cabe distinguir lo que el siervo dice de sí mismo (vv.
1-4) y lo que el Señor dice del siervo (vv. 5-6). El siervo se sabe elegido por
Dios desde el seno materno, como Jeremías (Jr 1,5), encargado de interpelar a
los pueblos paganos («las islas») o, al menos, a sus compatriotas diseminados
en pueblos lejanos (v. 1; cfr Jr 1,10; 25,13-38); está dotado de cualidades
para hablar con crudeza, con palabras como flechas, aunque cause divisiones (v.
2; cfr Jr 1,10); y también, a pesar de tanta protección divina, siente el más
profundo desencanto, como le ocurrió al profeta de Anatot (vv. 3-4; cfr Jr 1,7;
8,18-20). El fundamento de la actividad del siervo está en las palabras
recibidas del Señor: «Tú eres mi siervo, Israel» (v. 3). Algunos comentaristas
han supuesto que el término «Israel» es una interpolación tardía para
corroborar la interpretación colectivista del siervo, que se impuso muy pronto
entre los judíos; pero esta interpretación no tiene argumentos sólidos porque
la palabra Israel sólo falta en un manuscrito de escasa importancia. De todos
modos, la mención de Israel no se opone a la interpretación individual del
siervo, porque en poesía cabe dirigirse a alguien por su nombre personal o por
su patronímico. De hecho tanto en el Israel bíblico como en nuestra cultura
muchos personajes han tomado como sobrenombre el de su lugar de origen.
Lo que el Señor transmite es la misión del siervo (vv. 5-6): la
restauración de las tribus tiene que ser tan eficaz que, también los no
israelitas, puedan quedar iluminados y alcanzar la salvación. Aunque la misión
universal del siervo no está aquí claramente definida, puesto que su labor ha
de limitarse a las tribus de Jacob, no obstante la consecución de este
objetivo, la reunión de Israel, será como una luz para que los pueblos paganos
vean y reconozcan a Dios. La expresión «luz de las naciones» (v. 6) ha
aparecido ya en el primer poema (42,6); allí podía entenderse en sentido
social: obtener la liberación de los deportados y cautivos; aquí el sentido religioso
es claro: extender la salvación a todas las naciones.
En resumen, el siervo del Señor ha sido elegido y amado con
predilección por Dios, goza de las cualidades proféticas más relevantes y ha de
mover a sus compatriotas con el fin de iluminar y salvar a los de fuera.
La interpretación mesiánica del siervo, a partir de este segundo
canto, era común entre los judíos alejandrinos que lo tradujeron al griego en
la versión de los Setenta, entre los miembros de la comunidad de Qumrán y entre
algunos autores de la literatura intertestamentaria, como el Libro de Henoc. Todos ellos entendían
que el siervo era, en sentido colectivo, el pueblo entero de Israel.
Sin embargo, el verdadero sentido del texto se hace patente con la
venida de Cristo. En efecto, fueron los cristianos quienes desde el principio
aplicaron a Jesús los cantos del Siervo y los vieron cumplidos en su vida. Así,
aunque la imagen de la «espada afilada» (cfr v. 2) alude a la eficacia de la
palabra divina, aparece en Hb 4,12-13 referida al conjunto de la Reve lación que se manifiesta
de modo pleno y perfecto en Jesucristo (véase también Ap 1,16 y 2,12). A su
vez, la expresión «luz de las naciones», o «de las gentes», (v. 6) es puesta en
boca del anciano Simeón aplicado a Jesús (Lc 2,32). Incluso, en los Hechos de los Apóstoles se aplica a
quienes, en continuidad con la predicación de Jesucristo y para colaborar en su
obra salvífica, van a predicar a los gentiles, como lo atestiguan las palabras
de Pablo y Bernabé en la sinagoga de Antioquía de Pisidia: «Era necesario
anunciaros en primer lugar a vosotros la palabra de Dios, pero ya que la
rechazáis y os juzgáis indignos de la vida eterna, nos volvemos a los gentiles.
Pues así nos lo mandó el Señor: Te he
puesto como luz de los gentiles, para que lleves la salvación hasta los
confines de la tierra» (Hch 13,46-47). Por eso la Iglesia entiende su misión
como un dar a conocer la verdad sobre Jesucristo, luz que ilumina a todo
hombre: «La luz del rostro de Dios resplandece con toda su belleza en el rostro
de Jesucristo, “imagen de Dios invisible” (Col 1,15), “resplandor de su gloria”
(Hb 1,3), “lleno de gracia y de verdad” (Jn 1,14): Él es “el Camino, la Verdad y la Vida ” (Jn 14,6). (...)
Jesucristo, “luz de los pueblos”, ilumina el rostro de su Iglesia, la cual es
enviada por Él para anunciar el Evangelio a toda criatura (cfr Mc 16,15). Así la Iglesia , pueblo de Dios en
medio de las naciones, mientras mira atentamente a los nuevos desafíos de la
historia y a los esfuerzos que los hombres realizan en la búsqueda del sentido
de la vida, ofrece a todos la respuesta que brota de la verdad de Jesucristo y
de su Evangelio» (Juan Pablo II, Veritatis
splendor, n. 2).
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