En aquel tiempo se apareció Jesús a
los once 15 y les dijo:
—Id al mundo entero y predicad el
Evangelio a toda criatura. 16 El que crea y sea bautizado se
salvará; pero el que no crea se condenará. 17 A los que crean acompañarán estos
milagros: en mi nombre expulsarán demonios, hablarán lenguas nuevas, 18 agarrarán
serpientes con las manos y, si bebieran algún veneno, no les dañará; impondrán
las manos sobre los enfermos y quedarán curados.
19 El
Señor, Jesús, después de hablarles, se elevó al cielo y está sentado a la
derecha de Dios.
20 Y
ellos, partiendo de allí, predicaron por todas partes, y el Señor cooperaba y
confirmaba la palabra con los milagros que la acompañaban.
El segundo evangelio finaliza con un apretado sumario sobre las
apariciones del resucitado. Estos versículos tienen un estilo distinto del
resto del evangelio y faltan en algunos manuscritos. Con todo, ya sea que
Marcos siguió de cerca un documento, ya sea un añadido posterior, este pasaje
es considerado canónico y, por tanto, inspirado.
La aparición a los Once (vv. 14-18) condensa la misión de los
Apóstoles, que es ahora la misión de la Iglesia: el destino universal de la salvación y
la necesidad del Bautismo para acceder a ella. La enseñanza de la Iglesia lo expresa así:
«Ante todo, debe ser firmemente creído que la “Iglesia peregrinante es
necesaria para la salvación, pues Cristo es el único Mediador y el camino de
salvación, presente a nosotros en su Cuerpo, que es la Iglesia, y Él, inculcando
con palabras concretas la necesidad del bautismo (cfr Mc 16,16; Jn 3,5),
confirmó a un tiempo la necesidad de la Iglesia, en la que los hombres entran por el
bautismo como por una puerta” (Conc. Vaticano II, Lumen gentium, n. 14) Esta doctrina no se contrapone a la voluntad
salvífica universal de Dios (cfr 1 Tm 2,4); por lo tanto, “es necesario, pues,
mantener unidas estas dos verdades, o sea, la posibilidad real de la salvación
en Cristo para todos los hombres y la necesidad de la Iglesia en orden a esta
misma salvación” (Juan Pablo II, Redemptoris
missio, n. 9). (...) La
Iglesia, guiada por la caridad y el respeto de la libertad,
debe empeñarse primariamente en anunciar a todos los hombres la verdad
definitivamente revelada por el Señor, y a proclamar la necesidad de la
conversión a Jesucristo y la adhesión a la Iglesia a través del bautismo y los otros
sacramentos, para participar plenamente de la comunión con Dios Padre, Hijo y
Espíritu Santo. Por otra parte, la certeza de la voluntad salvífica universal
de Dios no disminuye sino aumenta el deber y la urgencia del anuncio de la
salvación y la conversión al Señor Jesucristo» (Congr. Doctrina de la Fe, Dominus Iesus, nn. 20 y 22).
Finalmente, los dos últimos versículos (vv. 19-20) relatan quién es
Jesús en el presente de la historia: el que ha sido exaltado a la derecha del
Padre y quien actúa en sus discípulos confirmando su palabra. La Ascensión del Señor a
los Cielos y el estar sentado a la derecha del Padre constituyen el sexto
artículo de la Fe
que recitamos en el Credo. Jesucristo subió al Cielo en cuerpo y alma; en su
Humanidad, ha tomado eterna posesión de la gloria y ocupa junto a Dios el
puesto de honor sobre todas las criaturas en cuanto hombre (cfr Catechismus Romanus 1,7,2-3). Con su
«entrada» en los Cielos, en su nuevo modo de existencia gloriosa, de alguna
manera ya estamos nosotros también participando de esa gloria (cfr Ef 2,6). El Catecismo de la Iglesia
Católica resume así la repercusión salvífica de la
ascensión: «Jesucristo, Cabeza de la
Iglesia, nos precede en el Reino glorioso del Padre para que
nosotros, miembros de su cuerpo, vivamos en la esperanza de estar un día con Él
eternamente» (n. 666).
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