5 Felipe bajó a la ciudad de Samaría y les predicaba a Cristo. 6 La muchedumbre atendía unánime a lo que decía Felipe, al oír y ver los signos milagrosos que realizaba, 7 pues los espíritus impuros salían, con grandes voces, de muchos que estaban poseídos por ellos, y muchos paralíticos y cojos eran curados. 8 Hubo gran alegría en aquella ciudad.
14 Cuando los apóstoles que estaban en Jerusalén oyeron que Samaría había recibido la palabra de Dios, les enviaron a Pedro y a Juan. 15 Éstos, nada más llegar, rezaron por ellos, para que recibieran el Espíritu Santo, 16 pues aún no había descendido sobre ninguno de ellos, sino que sólo estaban bautizados en el nombre del Señor Jesús. 17 Entonces les imponían las manos y recibían el Espíritu Santo.
Este Felipe no es el Apóstol (Hch 1,13) sino uno de los Siete, elegidos para la atención de los necesitados (Hch 6,5). El Evangelio rebasa las fronteras de Judea porque «en medio del infortunio, los cristianos continúan la predicación, en vez de descuidarla» (S. Juan Crisóstomo, In Acta Apostolorum 18). El éxito de la predicación en Samaría es la primera consecuencia de la persecución: «La religión fundada por el misterio de la Cruz de Cristo no puede ser destruida por ningún género de crueldad. No se disminuye la Iglesia por las persecuciones, antes al contrario, se aumenta. El campo del Señor se viste entonces con una cosecha más rica. Cuando los granos que caen mueren, nacen multiplicados» (S. León Magno, In natali Apostolorum Petri et Pauli 6).
Los Apóstoles guían la primera expansión de la Iglesia fuera de Jerusalén (v. 14).
Pedro y Juan no actúan en virtud de una fuerza independiente que posean o controlen, sino en dependencia del poder divino (vv. 15.17). Los cristianos alcanzan los milagros mediante la súplica a Dios y nunca por gestos o fórmulas mágicas. San Lucas señalará de nuevo las diferencias entre el milagro cristiano y la magia al narrar los episodios del mago Elimas (13,6ss.), la adivina de Filipos (16,16ss.) y los hijos del sacerdote Esceva (19,13ss.).
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