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Justificados gratuitamente por su gracia (Rm 3,21-25a.28)

9º domingo del Tiempo ordinario – A . 2ª lectura
21 Ahora, en cambio, la justicia de Dios, atestiguada por la Ley y los Profetas, se ha manifestado con independencia de la Ley: 22 justicia de Dios por medio de la fe en Jesucristo, para todos los que creen. Porque no hay distinción, 23 ya que todos han pecado y están privados de la gloria de Dios 24 y son justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que está en Cristo Jesús. 25 A él lo ha puesto Dios como propiciatorio en su sangre mediante la fe. 28 Afirmamos, por tanto, que el hombre es justificado por la fe con independencia de las obras de la Ley.
Estos versículos son de especial importancia en la doctrina de la carta. Primero (vv. 21-26), el Apóstol nos revela fundamentalmente cómo se realiza la justificación del hombre: la justicia de Dios que hace justo al hombre y que estaba anunciada en los libros del Antiguo Testamento (cfr Sal 103,6; Is 46,13; Jr 9,24) se ha revelado ahora en Cristo y en el Evangelio. Dios Padre, fuente de todo bien, con su decreto redentor nos ha entregado a su Hijo para salvarnos; en Jesucristo, que derrama su sangre en la cruz, somos hechos justos; la fe es el don divino mediante el cual Dios dispone y capacita al hombre para que acoja el don de su redención en Cristo.
San Pablo enseña que la justicia de Dios está en conexión con la misericordia: todos los hombres son justificados por una acción gratuita de Dios (v. 24). Tan importante es la afirmación de que la gracia es un don que Dios concede sin mérito nuestro, que el Concilio de Trento, al utilizar este texto de San Pablo, quiso definir su sentido, explicando que nada de aquello que precede y dispone al hombre para la justificación, sea la fe, sean las obras, merece la gracia por la que el hombre es justificado (cfr 11,16; De iustificatione, cap. 8).
Añade el Apóstol que la justificación por la gracia se alcanza «mediante la redención que está en Cristo Jesús» (v. 24). Es decir, en la justificación del pecador se da «el paso del estado en que el hombre nace hijo del primer Adán, al estado de gracia y de adopción de hijos de Dios por el segundo Adán, Jesucristo, Sal­vador nuestro» (Conc. de Trento, De iustificatione, cap. 4). Esto ha sido posible gracias a que Nuestro Señor nos salvó dándose a Sí mismo como precio por nuestro rescate. La palabra griega que corresponde a «redención» indica precisamente un rescate que se paga para liberar a alguien de la esclavitud. Cristo nos ha liberado de la esclavitud del pecado, pagando, por así decir, ese precio de nuestra libertad (cfr 6,23), entendiendo bien que ese precio no es tanto su sufrimiento sino el amor al Padre que lo impregna. San Pablo afirma que Dios ha hecho a Jesús el verdadero propiciatorio (v. 25). El «propiciatorio» era la cubierta o tapa del Arca de la Alianza, con figuras de dos querubines. Estaba considerado como el trono de Dios en la tierra (cfr Sal 80,2; 99,1), desde donde hablaba a Moisés (cfr Ex 37,6; Nm 7,89), y como el lugar donde implorar a Dios el perdón de los pecados mediante el rito del sacrificio expiatorio que se celebraba el «Día de la Expiación», Yôm Kippûr (cfr Lv 16,1-34; 23,26-32; Nm 29,7-11); en ese día, el sumo sacerdote rociaba el propiciatorio con la sangre de los animales sacrificados como víctimas para el perdón de los pecados del sacerdote y del pueblo. Al decir que Jesús es el propiciatorio Pablo enseña que Jesús es el único que puede obtener la remisión de los pecados con su sangre.
El Catecismo de la Iglesia Católica, sintetizando esta doctrina, enseña: «La justificación es al mismo tiempo la acogida de la justicia de Dios por la fe en Jesucristo. La justicia designa aquí la rectitud del amor divino. Con la justificación son difundidas en nuestros corazones la fe, la esperanza y la caridad, y nos es concedida la obediencia a la voluntad divina. La justificación nos fue merecida por la pasión de Cristo, que se ofreció en la cruz como hostia viva, santa y agradable a Dios y cuya sangre vino a ser instrumento de propiciación por los pecados de todos los hombres. La justificación es concedida por el bautismo, sacramento de la fe. Nos conforma a la justicia de Dios que nos hace interiormente justos por el poder de su misericordia. Tiene por fin la gloria de Dios y de Cristo, y el don de la vida eterna (cfr Conc. de Trento: DS 1529)» (nn. 1991 y 1992).
Los vv. 27-31 muestran cómo, en consecuencia, nadie puede considerarse superior; ni siquiera los judíos, aun cuando Dios hubiera manifestado especial predilección por ellos. Solemnemente San Pablo declara: ningún hombre puede gloriarse ante Dios, como si fuera justo o santo, por cumplir los mandatos de la Ley (v. 28); es Dios quien hace justo al hombre por pura gracia, y el hombre llega a ser justo aceptando, mediante la fe, la gracia que Dios le ofrece a través de Jesucristo. Tanta es la insistencia del Apóstol, que la afirmación de que el hombre es justificado por la fe, no por las obras de la Ley, viene a ser como un estribillo de la carta (vv. 22.26.28.30; 4,5; 11,6; cfr Ga 2,16; 3,11).
Hoy día, los exegetas cristianos, católicos y no católicos, tienen por indiscutible esta enseñanza fundamental de San Pablo: la salvación ha sido ofrecida en Jesucristo y Dios justifica al hombre por la fe en Cristo. Es, pues, la fe la que justifica. Pero no la fe «sola», sino la fe que obra por medio de la caridad (cfr Ga 5,6). Será, por tanto, «en virtud de la fe», y no por la circuncisión, como los judíos serán justificados, y «por medio de la fe» como los incircuncisos conseguirán también la salvación. ¿Ha quedado anulada la Ley por la fe? No, sino que la fe confirma la Ley, dándole su verdadero sentido y llevándola a la perfección.

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