Vigilia Pascual – B
1 Pasado el sábado, María Magdalena y
María la de Santiago y Salomé compraron aromas para ir a embalsamar a Jesús. 2
Y, muy de mañana, al día siguiente del sábado, llegaron al sepulcro
cuando ya estaba saliendo el sol. 3 Y se decían unas a otras:
—¿Quién nos removerá la piedra de la
entrada del sepulcro?
4 Y al mirar vieron que la piedra había
sido removida, a pesar de que era muy grande. 5 Entrando en el
sepulcro, vieron a un joven sentado a la derecha, vestido con una túnica
blanca, y se quedaron muy asustadas. 6 Él les dice:
—No os asustéis; buscáis a Jesús
Nazareno, el crucificado. Ha resucitado, no está aquí; mirad el lugar donde lo
colocaron. 7 Pero marchaos y decid a sus discípulos y a Pedro que él
va delante de vosotros a Galilea: allí le veréis, como os dijo.
La primera predicación de los Apóstoles (cfr Hch 2,22-32;
3,13-15; etc.) recordaba que «Cristo murió por nuestros pecados, según las
escrituras» (1 Co 15,3-4). Marcos ha subrayado (cfr 15,44-45) la muerte real
del Señor y recoge ahora la verdad de la resurrección. «Jesús Nazareno, el
crucificado. Ha resucitado» (v. 6), dice el joven. El mismo nombre escrito en
el título de la Cruz es proclamado ahora para anunciar el triunfo glorioso de
su resurrección. De esta forma San Marcos da explícito testimonio de la
identidad del crucificado y el resucitado.
La resurrección gloriosa de Jesucristo es el misterio
central de nuestra fe —«Si Cristo no ha resucitado, inútil es nuestra
predicación, inútil es también vuestra fe» (1 Co 15,14)— y fundamento de
nuestra esperanza (1 Co 15,20-22). La Resurrección ha supuesto el triunfo de
Jesús sobre la muerte, el pecado, el dolor y el poder del demonio. Ciertamente,
como afirma San Agustín, «en ningún punto la fe cristiana encuentra más
contradicción que en la resurrección de la carne» (Enarrationes in Psalmos 88,2,5); sin embargo, esta misma fe
confiesa que «Cristo resucitó con su propio cuerpo: “Mirad mis manos y mis
pies; soy yo mismo” (Lc 24,39); pero Él no volvió a una vida terrenal. Del
mismo modo, en Él “todos resucitarán con su propio cuerpo, que tienen ahora”
(Conc. de Letrán IV, cap 1), pero este cuerpo será “transfigurado en cuerpo de
gloria” (Flp 3,21), en “cuerpo espiritual” (1 Co 15,44)» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 999).
En el anuncio del joven del sepulcro se contienen además
(cfr v. 7) unas indicaciones que condensan lo que será la vida de la Iglesia
naciente: los discípulos, y especialmente Pedro, deben ser testigos de la
resurrección y de su significado. Esa misión se inicia en Galilea. La región
que en la vida terrena de Cristo era el lugar de encrucijada entre judíos y
paganos se convierte ahora en signo de la misión universal de la Iglesia. Y «la
Iglesia, pues, diseminada por el mundo entero guarda diligentemente la
predicación y la fe recibida, habitando como en una única casa; y su fe es
igual en todas partes, como si tuviera una sola alma y un solo corazón, y
cuanto predica, enseña y transmite, lo hace al unísono, como si tuviera una
sola boca» (S. Ireneo, Adversus haereses 1,10,2).
Desde los primeros tiempos de la Iglesia, este primer día
después del sábado es llamado día del Señor, porque «después de la tristeza del
sábado, resplandece un día feliz, el primero entre todos, (...) ya que en él se
realiza el triunfo de Cristo resucitado» (S. Jerónimo, Commentarium in Marcum, ad
loc.). Por eso, «los cristianos, percibiendo la originalidad del tiempo
nuevo y definitivo inaugurado por Cristo, han asumido como festivo el primer
día después del sábado, porque en él tuvo lugar la resurrección del Señor. En
efecto, el misterio pascual de Cristo es la revelación plena del misterio de
los orígenes, el vértice de la historia de la salvación y la anticipación del
fin escatológico del mundo. Lo que Dios obró en la creación y lo que hizo por
su pueblo en el Éxodo encontró en la muerte y resurrección de Cristo su
cumplimiento» (Juan Pablo II, Dies Domini,
n. 18). Si en el domingo se conmemora la salvación, se entiende la enseñanza de
la Iglesia: «El deber de santificar el domingo, sobre todo con la participación
en la Eucaristía y con un descanso lleno de alegría cristiana y de fraternidad,
se comprende bien si se tienen presentes las múltiples dimensiones de ese día»
(ibidem, n. 7).
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