Corpus Christi – B. 1ª lectura
Comentario a Éxodo 24,3-8
El rito tiene lugar en la falda del monte; sólo Moisés es el intermediario, pero los protagonistas son Dios y su pueblo. La ceremonia tiene dos partes: la lectura y aceptación de las cláusulas de la Alianza (vv. 3-4), es decir, las palabras (Decálogo) y las normas (el denominado Código de la Alianza); y, por otra parte, el sacrificio que sella el pacto. A partir de aquí, en la tradición bíblica, disposiciones legales y Alianza mosaica irán siempre unidas, como manifestación de que toda la ordenación jurídica de Israel se basa en la voluntad expresa del Dios de la Alianza.
La aceptación de las cláusulas se hace con toda solemnidad, usando la fórmula ritual: «Haremos todo lo que ha dicho el Señor». El pueblo, que ya había pronunciado este compromiso (19,8), lo repite al escuchar el discurso de Moisés (v. 3) y en el momento previo a ser rociado con la sangre del sacrificio. Queda así asegurado el carácter vinculante del pacto.
El sacrificio conserva rasgos muy arcaicos: el altar construido para la ocasión (v. 4; cfr 20,25); las doce estelas colocadas probablemente alrededor del altar; los jóvenes, y no los sacerdotes, que inmolan las víctimas; y, sobre todo, el rito con la sangre que centra toda la ceremonia.
Al distribuir la sangre a partes iguales entre el altar, que representa a Dios, y el pueblo, se quiere significar que ambos se comprometen a las exigencias de la Alianza. Hay datos de que los pueblos nómadas sellaban sus pactos con sangre de animales sacrificados. Pero en la Biblia no hay vestigios de este uso de la sangre. El significado de este rito es probablemente más profundo: puesto que la sangre, que significa la vida (cfr Gn 9,4), pertenece sólo a Dios, únicamente debía derramarse sobre el altar, o usarse para ungir a las personas consagradas al Señor, como los sacerdotes (cfr Ex 29,19-22). Cuando Moisés rocía con la sangre del sacrificio al pueblo entero, lo está consagrando, haciendo de él «propiedad divina y reino de sacerdotes» (cfr 19,3-6). La Alianza, por tanto, no es únicamente el compromiso de cumplir los preceptos, sino, ante todo, el derecho a pertenecer a la nación santa, posesión de Dios. Jesucristo, en la Última Cena, al instituir la Eucaristía, utiliza los mismos términos, «sangre de la Nueva Alianza», indicando la naturaleza del nuevo pueblo de Dios, que, habiendo sido redimido, es en plenitud «pueblo santo de Dios» (cfr Mt 26,27 y par.; 1 Co 11,23-25).
El Concilio Vaticano II enseña la relación de esta Alianza con la Nueva, precisando el carácter del verdadero pueblo de Dios que es la Iglesia: «(Dios) eligió como suyo al pueblo de Israel, pactó con él una Alianza y le instruyó gradualmente revelándose en Sí mismo y los designios de su voluntad a través de la historia de este pueblo y santificándolo para Sí. Pero todo esto sucedió como preparación y figura de la Alianza nueva y perfecta que había de pactarse con Cristo y de la revelación completa que había de hacerse por el mismo Verbo de Dios hecho carne. (...) Este pacto nuevo, a saber, el nuevo Testamento en su sangre (cfr 1 Co 11, 25), lo estableció Cristo convocando un pueblo de judíos y gentiles, que se uniera no según la carne, sino en el Espíritu, y constituyera el nuevo Pueblo de Dios» (Lumen Gentium, nn. 4 y 9).
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