Santísima Trinidad – B. 2ª lectura
Comentario a Romanos 8,14-17
El pueblo de Israel había entendido que era el primogénito de Dios, y sus hijos, hijos de Dios en cuanto miembros del pueblo (cfr Ex 4,22-23; Is 1,2); sin embargo, San Pablo explica ahora que la relación del hombre con Dios ha sido restablecida de modo nuevo e insospechado merced al Espíritu de Jesucristo, el único y verdadero Hijo de Dios. Gracias al Espíritu, el cristiano puede participar en la vida de Cristo, Hijo de Dios por naturaleza. Esta participación viene a ser entonces una «adopción filial» (v. 15) y por eso puede llamar individualmente a Dios: «¡Abbá, Padre!», como lo hacía Jesús. Al ser, por adopción, verdaderamente hijo de Dios, el cristiano tiene —por decirlo así— un derecho a participar también en su herencia: la vida gloriosa en el Cielo (vv. 14-18).
Las palabras inspiradas del Apóstol son punto de apoyo del sentido de filiación divina en la vida y en la catequesis de San Josemaría Escrivá, quien enseñó a vivirlo a millares de personas: «Es preciso convencerse de que Dios esta junto a nosotros de continuo. —Vivimos como si el Señor estuviera allá lejos, donde brillan las estrellas, y no consideramos que también esta siempre a nuestro lado. —Y está como un Padre amoroso —a cada uno de nosotros nos quiere más que todas las madres del mundo pueden querer a sus hijos—, ayudándonos, inspirándonos, bendiciendo... y perdonando. (...) Preciso es que nos empapemos, que nos saturemos de que Padre y muy Padre nuestro es el Señor que esta junto a nosotros y en los cielos» (Camino, n. 267). «La filiación divina llena toda nuestra vida espiritual, porque nos enseña a tratar, a conocer, a amar a nuestro Padre del Cielo, y así colma de esperanza nuestra lucha interior, y nos da la sencillez confiada de los hijos pequeños. Más aún: precisamente porque somos hijos de Dios, esa realidad nos lleva también a contemplar con amor y con admiración todas las cosas que han salido de las manos de Dios Padre Creador. Y de este modo somos contemplativos en medio del mundo, amando al mundo» (Es Cristo que pasa, n. 65). «Parece que el mundo se te viene encima. A tu alrededor no se vislumbra una salida. Imposible, esta vez, superar las dificultades. —Pero, ¿me has vuelto a olvidar que Dios es tu Padre?: omnipotente, infinitamente sabio, misericordioso (...). Eso que te preocupa, te conviene, aunque los ojos tuyos de carne estén ahora ciegos. —Omnia in bonum!» (Via Crucis 9,4).
Comentarios