6 Ahora bien, enseñamos sabiduría entre los perfectos, pero una sabiduría no de este mundo ni de los gobernantes de este mundo que son pasajeros; 7 sino que enseñamos la sabiduría de Dios, misteriosa, escondida, que Dios predestinó, antes de los siglos, para nuestra gloria. 8 Sabiduría que ninguno de los gobernantes de este mundo ha conocido, porque, de haberla conocido, nunca habrían crucificado al Señor de la gloria; 9 sino que, según está escrito: Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó por el corazón del hombre, las cosas que preparó Dios para los que le aman. 10 A nosotros, en cambio, Dios nos lo reveló por medio del Espíritu, porque el Espíritu todo lo escudriña, incluso las profundidades de Dios.
La sabiduría divina, de la que los hombres estamos llamados a participar, coincide con el designio divino de salvación revelado por el mismo Dios, transmitido por el Espíritu Santo. La sabiduría que Pablo proclama no es contraria a la razón humana, pero la supera. Es «misteriosa, escondida» (v. 7), por cuanto el hombre no puede abarcarla exhaustivamente como no puede abarcar a Dios; pero puede llegar a conocerla por la revelación (cfr Lc 8,10; Col 1,26), si bien su plenitud se alcanza en el cielo. Hay, por tanto, una triple perspectiva de esta sabiduría-misterio-salvación: está en los planes de Dios desde la eternidad; se manifiesta en la revelación y especialmente en Jesucristo, muerto y resucitado; por la fe se alcanza parcialmente en esta vida y en plenitud en el Cielo: «¡Qué dichosos y admirables son los dones de Dios! Vida inmortal, esplendor de la justicia, verdad en la libertad, fe confiada, templanza con santidad; y todas estas cosas podemos conocerlas. ¿Qué más tendrá Dios preparado para los que esperan en Él? Unicamente el Artífice supremo y el Padre de los siglos lo conoce. Nosotros esforcémonos intensamente en ser contados entre los que esperan para poder participar de los dones prometidos» (S. Clemente Romano, Ad Corinthios 30). Las palabras de Is 64,2-3 (v. 9) resumen el contenido de la sabiduría divina: el conjunto de dones que sobrepasan toda capacidad humana (cfr Ef 3,19) y que Dios ha preparado desde la eternidad para los que le aman. Estos dones no son sino el amor que Dios tiene a los hombres. La tradición cristiana, basándose en que tales dádivas se alcanzan plenamente en la otra vida, ha considerado estas palabras como descripción del Cielo.
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