16 ¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? 17 Si alguno destruye el templo de Dios, Dios le destruirá a él; porque el templo de Dios, que sois vosotros, es santo.
18 Nadie se engañe: si alguno de vosotros se tiene por sabio según el mundo, que se haga necio para llegar a ser sabio. 19 Pues la sabiduría de este mundo es necedad delante de Dios. Porque está escrito:
Él atrapa a los sabios en su astucia.
20 Y en otro lugar:
El Señor conoce los pensamientos de los sabios,
y sabe que son vanos.
21 Por tanto, que nadie se gloríe en los hombres; porque todas las cosas son vuestras: 22 ya sea Pablo o Apolo o Cefas; ya sea el mundo, la vida o la muerte; ya sea lo presente o lo futuro; todas las cosas son vuestras, 23 vosotros sois de Cristo, y Cristo de Dios.
La imagen del templo de Dios (vv. 16-17), utilizada con frecuencia por San Pablo (cfr 6,19-20; 2 Co 6,16), manifiesta la inhabitación de la Santísima Trinidad en el alma en gracia. En efecto, «por medio de la gracia de Dios inhabita en el alma justa como en un templo, de un modo íntimo y singular» (León XIII, Divinum illud munus, n. 10). Es consolador y estimulante saber que «las Personas divinas inhabitan en cuanto que, estando presentes de una manera inescrutable en las almas creadas dotadas de entendimiento, entran en relación con ellas por el conocimiento y el amor (cfr Summa theologiae 1,43,3), aunque de un modo completamente íntimo y singular, absolutamente sobrenatural» (Pío XII, Mystici Corporis).
La presencia de la Trinidad en el alma en gracia invita a procurar un trato más personal y directo con Dios, al que en todo momento podemos buscar en el fondo de nuestras almas: «Frecuenta el trato del Espíritu Santo —el Gran Desconocido— que es quien te ha de santificar. No olvides que eres templo de Dios. —El Paráclito está en el centro de tu alma: óyele y atiende dócilmente sus inspiraciones» (S. Josemaría Escrivá, Camino, n. 57).
A continuación, con dos citas bíblicas (Jb 5,13; Sal 94,11) queda rubricada la verdad de que los planteamientos exclusivamente humanos desembocan en el fracaso más rotundo. El cristiano, en cambio, que sólo pertenece a Cristo (v. 23) es dueño de todo: «Míos son los cielos y mía es la tierra. Mías son las gentes, los justos son míos y míos los pecadores. Los ángeles son míos, y la Madre de Dios, y todas las cosas son mías. Y el mismo Dios es mío y para mí, porque Cristo es mío y todo para mí. ¿Pues qué pides y buscas, alma mía? Tuyo es todo esto, y todo es para ti. No te pongas en menos ni repares en migajas que se caen de la mesa de tu Padre» (S. Juan de la Cruz , Oración del alma enamorada).
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