15º domingo del Tiempo ordinario – C.
2ª lectura
15 Cristo
Jesús es la imagen del Dios invisible,
el
primogénito de toda creación,
16 porque en él fueron creadas todas las cosas en los
cielos y sobre la tierra,
las visibles
y las invisibles,
sean los tronos
o las dominaciones,
los
principados o las potestades.
Todo ha sido
creado por él y para él.
17 Él es antes que todas las cosas
y todas
subsisten en él.
18 Él es también la cabeza del cuerpo, que es la Iglesia;
él es el
principio, el primogénito de entre los muertos,
para que él
sea el primero en todo,
19 pues Dios tuvo a bien que en él habitase toda la
plenitud,
20 y por él reconciliar todos los seres consigo,
restableciendo
la paz, por medio de su sangre
derramada en
la Cruz,
tanto en las
criaturas de la tierra
como en las
celestiales.
Frente a las propuestas equivocadas de salvación que ofrecían algunas
doctrinas se exalta el misterio de Cristo y su misión redentora. Estos
versículos constituyen un bellísimo himno al señorío de Jesucristo sobre toda
la creación. En la primera estrofa (vv. 15-17) se afirma que el dominio de
Cristo abarca al cosmos en todo su conjunto, como consecuencia de su acción
creadora. El texto evoca el prólogo de Jn y el comienzo del Gn. En la segunda
estrofa (vv. 18-20) se presenta la nueva creación mediante la gracia, obtenida
por Cristo con su muerte en la cruz. Él es Mediador y Cabeza de la Iglesia. Cristo ha
restablecido la paz y ha reconciliado todas las cosas con Dios.
Al decir que el Hijo es «imagen del Dios invisible» (v. 15) se expresa
la misma noción que la doctrina cristiana posterior explicará como identidad de
naturaleza divina entre el Padre y el Hijo, y se alude también a que el Hijo
procede del Padre. En efecto, solamente la segunda persona de la Santísima Trinidad,
el Hijo, es imagen perfectísima del Padre. «Se le llama “imagen” porque es
consustancial y porque, en cuanto tal, procede del Padre, sin que el Padre
proceda de Él» (S. Gregorio Nacianceno, De
theologia 30,20). Y Santo Tomás explica: «La imagen de un ser puede
hallarse en otro de dos maneras: de una parte, cuando se halla en un ser de la
misma naturaleza específica, y así es como se halla la imagen de un rey en su
hijo; y de otra, en un ser de naturaleza distinta, como la imagen del rey en
una moneda. Pues bien, según el primer modo, el Hijo es imagen del Padre,
mientras que el hombre se llama imagen de Dios conforme al segundo. De aquí
que, para expresar la imperfección de la imagen en el hombre, no se dice que es
imagen, sino que es a imagen, para designar un cierto movimiento que tiende a
la perfección. En cambio, del Hijo no puede decirse que sea a imagen, porque es
imagen perfecta del Padre» (Summa
theologiae 1,35,2 ad 3).
Al llamarle «primogénito» (v. 15) muestra que tiene la supremacía y la
capitalidad sobre todos los seres creados. «Fue llamado “primogénito” no por su
proveniencia del Padre, sino porque en Él fue hecha la creación... Si el Verbo
fuera una de las criaturas, habría dicho la Escritura que Él es
primogénito de todas las criaturas. Ahora bien, diciendo los santos que Él es
“primogénito de toda creación” directamente se muestra que es otro distinto a
toda la creación y que el Hijo de Dios no es una criatura» (S. Atanasio, Contra Arianos 2,63). Es primogénito,
porque no sólo es anterior a todas las criaturas, sino que todas fueron creadas
«en él», «por él» y «para él»: «en él», en Cristo, como en su principio y su
centro, como su modelo o causa ejemplar; «por él», porque Dios Padre, por medio
de Dios Hijo, crea todos los seres (cfr Jn 1,3); y «para él», porque Cristo es
el fin último de todo (cfr Ef 1,10). Además, se añade que «todas subsisten en
él», esto es, porque Cristo las conserva en el ser.
El v. 18 emplea la imagen de Cristo, cabeza, y la Iglesia, cuerpo, de la que
se habla en 2,19 y Ef 1,23 y 4,15). «Ya sabemos los cristianos que se llevó a
cabo la resurrección en nuestra Cabeza y que se llevará en los miembros. La
cabeza de la Iglesia
es Cristo, y los miembros de Cristo, la Iglesia. Lo que aconteció en la cabeza se
cumplirá más tarde en el cuerpo. Ésta es nuestra esperanza» (S. Agustín, Enarrationes in Psalmos 65,1).
Como Cristo tiene la primacía sobre todas las realidades creadas, el
Padre quiso, por medio de Él, reconciliarlas todas consigo (v. 20). El pecado
había separado a los hombres de Dios, y esto trajo como consecuencia la
ruptura del orden perfecto que había entre las criaturas desde el comienzo.
Derramando su sangre en la cruz, Cristo restauró la paz. Nada en el universo
queda excluido de este influjo pacificador. «La historia de la salvación —tanto
la de la humanidad entera como la de cada hombre de cualquier época— es la
historia admirable de la reconciliación: aquélla por la que Dios, que es
Padre, reconcilia al mundo consigo en la Sangre y en la Cruz de su Hijo hecho hombre, engendrando de este
modo una nueva familia de reconciliados. La reconciliación se hace necesaria
porque ha habido una ruptura —la del pecado— de la cual se han derivado todas
las otras formas de rupturas en lo más íntimo del hombre y en su entorno. Por
tanto la reconciliación, para que sea plena, exige necesariamente la liberación
del pecado, que ha de ser rechazado en sus raíces más profundas. Por lo cual
una estrecha conexión interna viene a unir conversión
y reconciliación; es imposible disociar
las dos realidades o hablar de una silenciando la otra» (Juan Pablo II, Reconciliatio et paenitentia, n. 13).
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