10º domingo del Tiempo ordinario – C.
2ª lectura
11 Porque os hago saber, hermanos, que el Evangelio
que yo os he anunciado no es algo humano; 12 pues yo no lo he
recibido ni aprendido de ningún hombre, sino por revelación de Jesucristo. 13
Porque habéis oído de mi conducta anterior en el judaísmo: cómo perseguía
con saña a la Iglesia
de Dios y la combatía, 14 y aventajaba en el judaísmo a muchos
contemporáneos de mi raza, por ser extremadamente celoso de las tradiciones de
mis padres. 15 Pero cuando Dios, que me eligió desde el vientre de
mi madre y me llamó por su gracia, tuvo a bien 16 revelar en mí a su
Hijo para que le anunciara entre los gentiles, enseguida, sin pedir consejo a
la carne ni a la sangre, 17 y sin subir a Jerusalén a ver a los
apóstoles, mis predecesores, me retiré a Arabia, y de nuevo volví a Damasco.
18 Luego, tres años después, subí a Jerusalén para ver
a Cefas, y permanecí a su lado quince días; 19 pero no vi a ningún
otro de los apóstoles, excepto a Santiago, el hermano del Señor
La vocación de Pablo confirma la autenticidad de lo que enseña. Su
Evangelio —que no se aparta del que proclaman los demás Apóstoles (cfr 2,2; 1
Co 15,3)— no viene de un hombre, sino de la revelación de Jesucristo (v. 12).
Su vocación, como la de otros enviados por Dios (cfr Jr 1,5; Is 49,1-5; Lc
1,14), manifiesta la iniciativa divina y la ausencia de méritos personales.
Cuando la voluntad de Dios se le manifestó a Pablo en el camino de Damasco (cfr
Hch 9,3-6), su vida cambió radicalmente (vv. 13-17): de no producirse ese
cambio —que había llenado de gozo a las comunidades cristianas de Judea (vv.
22-24) y del que eran testigos los gálatas—, de nada servirían las
declaraciones sobre su vocación y misión.
Pablo nos informa que tras un tiempo de retiro en Arabia
(probablemente en el reino de los nabateos, al sur de Damasco), volvió a la
capital de Siria (v. 17), y que después marchó a Jerusalén (vv. 18-20; cfr Hch
9,26-30; 22,18) para ver a Cefas. Su estancia junto a Pedro muestra el
reconocimiento por parte de Pablo de la misión preeminente de Simón Pedro: «Se
dirige a él como a persona excelsa e importante. Y no dijo: “Mirar a Pedro”,
sino “Visitar a Pedro”, como afirman los que exploran grandes y espléndidas
ciudades» (S. Juan Crisóstomo, In Galatas
1,1,18). Con este espíritu, a lo largo de los siglos, también los cristianos
han manifestado su amor a Pedro y a sus sucesores, acudiendo en peregrinación a
Roma «para ver a Pedro» (v. 18).
Probablemente «Santiago, el hermano del Señor» (v. 19) es quien
dirigió algún tiempo la comunidad cristiana de Jerusalén y a quien se le
atribuye la carta que lleva su nombre (cfr St 1,1).
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