Pentecostés – C. 2ª lectura
8 Los
que viven según la carne no pueden agradar a Dios. 9 Ahora bien,
vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que el Espíritu
de Dios habita en vosotros. Si alguien no tiene el Espíritu de Cristo, ése no
es de él. 10 Pero si Cristo está en vosotros, ciertamente el cuerpo
está muerto a causa del pecado, pero el Espíritu tiene vida a causa de la
justicia. 11 Y si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre
los muertos habita en vosotros, el mismo que resucitó a Cristo de entre los
muertos dará vida también a vuestros cuerpos mortales por medio de su Espíritu,
que habita en vosotros.
12 Así
pues, hermanos, no somos deudores de la carne de modo que vivamos según la
carne. 13 Porque si vivís según la carne, moriréis; pero, si con el
Espíritu hacéis morir las obras del cuerpo, viviréis.
14 Porque
los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios. 15 Porque
no recibisteis un espíritu de esclavitud para estar de nuevo bajo el temor,
sino que recibisteis un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos:
«¡Abbá, Padre!» 16 Pues el Espíritu mismo da testimonio junto con
nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. 17 Y si somos hijos,
también herederos: herederos de Dios, coherederos de Cristo; con tal de que
padezcamos con él, para ser con él también glorificados.
Jesucristo nos libera de la muerte y del pecado y nos trae la vida,
pero ¿cómo he de vivir esta vida, si soy todavía carnal y la carne no se somete
a la Ley de Dios?
El Apóstol responde que hemos de vivir no con arreglo a la carne, sino de
acuerdo con el Espíritu de Dios que resucitó a Cristo.
Al comienzo de este capítulo señaló que la criatura humana no podía
librarse del pecado por sí misma, ni siquiera con la ayuda de la Ley antigua (vv. 1-4). A
continuación especificó dos maneras en las que se puede vivir en este mundo
(vv. 5-8). La primera es la vida según el Espíritu, con arreglo a la cual se
busca a Dios por encima de todas las cosas y se lucha, con su gracia, contra
las inclinaciones de la
concupiscencia. La segunda es la vida según la carne, por la
que el hombre se deja vencer por las pasiones. La vida según el Espíritu, que
tiene su raíz en la gracia, no se reduce al mero estar pasivo y a unas cuantas
prácticas piadosas. La vida según el Espíritu es un vivir según Dios que
informa la conducta del cristiano: pensamientos, anhelos, deseos y obras se
ajustan a lo que el Señor pide en cada instante y se realizan al impulso de las
mociones del Espíritu Santo. «Es necesario someterse al Espíritu —comenta San
Juan Crisóstomo—, entregarnos de corazón y esforzarnos por mantener la carne en
el puesto que le corresponde. De esta forma nuestra carne se volverá
espiritual. Por el contrario, si cedemos a la vida cómoda, ésta haría descender
nuestra alma al nivel de la carne y la volvería carnal (...). Con el Espíritu
se pertenece a Cristo, se le posee (...). Con el Espíritu se crucifica la
carne, se gusta el encanto de una vida inmortal» (In Romanos 13).
En el que vive según el Espíritu, vive Cristo mismo (v. 10; cfr Ga
2,20; 1 Co 15,20-23) y, por eso, puede esperar con certeza su futura
resurrección (vv. 9-13). De ahí que Orígenes comente: «También cada uno debe
probar si tiene en sí el Espíritu de Cristo. (...) Quien posee [la sabiduría,
la justicia, la paz, la caridad, la santificación] está seguro de tener en sí
el Espíritu de Cristo y puede esperar que su cuerpo mortal sea vivificado por
la inhabitación en él del Espíritu de Cristo» (Commentarii in Romanos 6,13).
«El cuerpo está muerto a causa del pecado» (v. 10) significa que el
cuerpo humano está destinado a la muerte por el pecado, como si ya estuviera
muerto.
El pueblo de Israel había entendido que era el primogénito de Dios, y
sus hijos, hijos de Dios en cuanto miembros del pueblo (cfr Ex 4,22-23; Is
1,2); sin embargo, San Pablo explica ahora que la relación del hombre con Dios
ha sido restablecida de modo nuevo e insospechado merced al Espíritu de
Jesucristo, el único y verdadero Hijo de Dios. Gracias al Espíritu, el cristiano
puede participar en la vida de Cristo, Hijo de Dios por naturaleza. Esta
participación viene a ser entonces una «adopción filial» (v. 15) y por eso
puede llamar individualmente a Dios: «¡Abbá,
Padre!», como lo hacía Jesús. Al ser, por adopción, verdaderamente hijo de
Dios, el cristiano tiene —por decirlo así— un derecho a participar también en
su herencia: la vida gloriosa en el Cielo (vv. 14-17).
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