33º domingo del Tiempo ordinario – C. Evangelio 5 Como algunos le hablaban del Templo , que estaba adornado con bellas piedras y ofrendas votivas , dijo: 6 —Vendrán días en los que de esto que veis no quedará piedra sobre piedra que no sea destruida. 7 Le preguntaron: —Maestro, ¿cuándo ocurrirán estas cosas y cuál será la señal de que están a punto de suceder? 8 Él dijo: —Mirad, no os dejéis engañar; porque vendrán en mi nombre muchos diciendo: «Yo soy», y «el momento está próximo». No les sigáis. 9 Cuando oigáis hablar de guerras y de revoluciones, no os aterréis, porque es necesario que sucedan primero estas cosas. Pero el fin no es inmediato. 10 Entonces les decía: —Se alzará pueblo contra pueblo y reino contra reino; 11 habrá grandes terremotos y hambre y peste en diversos lugares; habrá cosas aterradoras y grandes señales en el cielo. 12 Pero antes de todas estas cosas os echarán mano y os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a las cárceles, llevándoos ante reye...
2º domingo del Tiempo ordinario – B.
2ª lectura
13c El cuerpo no es para la fornicación sino para el
Señor, y el Señor para el cuerpo. 14 Y Dios, que resucitó al Señor,
también nos resucitará a nosotros por su poder. 15 ¿No sabéis que
vuestros cuerpos son miembros de Cristo? 17 El que se une al Señor
se hace un solo espíritu con él. 18 Huid de la fornicación. Todo
pecado que un hombre comete queda fuera de su cuerpo; pero el que fornica peca
contra su propio cuerpo. 19 ¿O no sabéis que vuestro cuerpo es
templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y
que no os pertenecéis? 20 Habéis sido comprados mediante un precio.
Glorificad, por tanto, a Dios en vuestro cuerpo.
El cristiano, cuerpo y alma, es miembro de Cristo (v. 15). Esta
afirmación impresionante y novedosa es clave en la enseñanza paulina y en la
doctrina cristiana: el cristiano ha sido incorporado a Cristo por el Bautismo y
está destinado a permanecer estrechamente unido a Él, a vivir su misma vida
(cfr Gal 2,20), a ser «un solo espíritu con él» (v. 17). Ha sido hecho, en
definitiva, miembro de su Cuerpo (cfr 12,27; Rm 12,5).
El que peca contra la castidad profana su cuerpo, templo del Espíritu
Santo. El consejo de Pablo es claro: hay que huir de la fornicación (v. 18),
porque «no se vence resistiendo, porque cuanto más lo piensa uno, más se
enciende; se vence huyendo, es decir, evitando totalmente los pensamientos inmundos,
y todas las ocasiones» (Sto. Tomás de Aquino, Super 1 Corinthios, ad loc.).
En esta lucha por vivir la castidad el cristiano cuenta con medios
abundantes: «El primero es ejercer una gran vigilancia sobre nuestros ojos,
nuestros pensamientos, nuestras palabras y nuestros actos; el segundo, recurrir
a la oración; el tercero, frecuentar dignamente los sacramentos; el cuarto,
huir de todo cuanto pueda inducirnos al mal; el quinto, ser muy devotos de la Santísima Virgen.
Observando todo esto, a pesar de los esfuerzos de nuestros
enemigos, a pesar de la fragilidad de esa virtud, tendremos la seguridad de
conservarla» (S. Juan B. María Vianney, Sermón
en el decimoseptimo domingo después de Pentecostés).
San Pablo termina (v. 20) resaltando la importancia de la nueva
condición del bautizado: «Reconoce, cristiano, tu dignidad, y puesto que has
sido hecho participe de la naturaleza divina, no pienses en volver con un
comportamiento indigno a las antiguas vilezas. (S. León Magno, Sermo 1 de Nativitate). En esta dignidad
se fundamenta la plenitud de la castidad, tanto en las legítimas relaciones
conyugales como en la virginidad.

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