7 Pues ninguno de nosotros vive para sí mismo, ni ninguno muere para sí mismo; 8 pues si vivimos, vivimos para el Señor; y si morimos, morimos para el Señor; porque vivamos o muramos, somos del Señor. 9 Para esto Cristo murió y volvió a la vida, para dominar sobre muertos y vivos.
El
Apóstol se dirige paternalmente a todos, exhortando a los débiles a no
juzgar temerariamente a los fuertes, y apelando a los fuertes para que
no despreciaran a los débiles. Unos y otros faltaban a la caridad. Todos
debían respetar la libertad de los demás.
El
Apóstol da razones teológicas para el ejercicio de la caridad y
libertad fraternas: ningún cristiano vive o muere para sí mismo, sino
que vive y muere también para Dios, al que dará cuenta (vv. 10-12). En
este sentido comenta San Juan Crisóstomo: «Tenemos un Dios que quiere
que vivamos y que no desea que muramos, y ambas cosas le interesan más a
Él que a nosotros» (S. Juan Crisóstomo, In Romanos
25,3). Y San Gregorio Magno, por su parte, señala: «Los santos, pues,
no viven ni mueren para sí. No viven para sí porque en todo lo que hacen
buscan ganancias espirituales, pues orando, predicando y perseverando
en las buenas obras, desean aumentar los ciudadanos de la patria
celestial. Ni mueren para sí, porque, ante los hombres, glorifican con
su muerte a Dios, al cual se apresuran a llegar muriendo» (Homiliae in Ezechielem 2,9,16).
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