Ascensión del Señor – B. 1ª lectura
1 Escribí
el primer libro, querido Teófilo, sobre todo lo que Jesús comenzó a hacer y
enseñar 2 hasta el día en que, después de haber dado instrucciones
por el Espíritu Santo a los apóstoles que él había elegido, fue elevado al
cielo. 3 También después de su Pasión, él se presentó vivo ante
ellos con muchas pruebas: se les apareció durante cuarenta días y les habló de
lo referente al Reino de Dios. 4 Mientras estaba a la mesa con ellos
les mandó no ausentarse de Jerusalén, sino esperar la promesa del Padre:
—La que oísteis de mis labios: 5 que
Juan bautizó con agua; vosotros, en cambio, seréis bautizados en el Espíritu
Santo dentro de pocos días.
6 Los
que estaban reunidos allí le hicieron esta pregunta:
—Señor, ¿es ahora cuando vas a
restaurar el Reino de Israel?
7 Él
les contestó:
—No es cosa vuestra conocer los
tiempos o momentos que el Padre ha fijado con su poder, 8 sino que recibiréis
la fuerza del Espíritu Santo, que descenderá sobre vosotros, y seréis mis
testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la
tierra.
9 Y
después de decir esto, mientras ellos lo observaban, se elevó, y una nube lo
ocultó a sus ojos. 10 Estaban mirando atentamente al cielo mientras
él se iba, cuando se presentaron ante ellos dos hombres con vestiduras blancas 11
que dijeron:
—Hombres de Galilea, ¿qué hacéis
mirando al cielo? Este mismo Jesús, que de entre vosotros ha sido elevado al
cielo, vendrá de igual manera a como le habéis visto subir al cielo.
Como en el evangelio (cfr Lc 1,1-4), San Lucas inicia su narración con
un prólogo semejante al que empleaban los historiadores profanos. En este
segundo volumen de su obra enlaza con los acontecimientos narrados al final del
evangelio y comienza a relatar los orígenes y la primera expansión del
cristianismo, efectuados con la fuerza del Espíritu Santo, protagonista central
de todo el escrito. La dimensión espiritual del libro de los Hechos, que forma una estrecha unidad
con el tercer evangelio, encendió el alma de las primeras generaciones
cristianas, que vieron en sus páginas la historia fiel y el amoroso actuar
divino con el nuevo Israel que es la Iglesia. Así, la forma de narrar de Lucas es la
de los historiadores, pero la significación del relato es más profunda: «Los Hechos de los Apóstoles parecen sonar
puramente a desnuda historia, y que se limitan a tejer la niñez de la naciente Iglesia;
pero, si caemos en la cuenta de que su autor es Lucas, el médico, cuya alabanza
se encuentra en el Evangelio (cfr Col 4,14), advertiremos igualmente que todas
sus palabras son medicamentos para el alma enferma» (S. Jerónimo, Epistulae 53,9).
«Teófilo» (v. 1), a quien va dedicado el libro, pudo ser un cristiano
culto y de posición acomodada. También puede ser una figura literaria, pues el
nombre significa «amigo de Dios».
El tercer evangelio narra las apariciones de Jesús resucitado a los
discípulos de Emaús y a los Apóstoles, refiriéndolas al mismo día (cfr Lc
24,13.36). Aquí, San Lucas dice que se les apareció «durante cuarenta días» (v.
3). La cifra no es solamente un dato cronológico. El número admite un sentido
literal y uno más profundo. Los períodos de cuarenta días o años tienen en la Sagrada Escritura
un claro significado salvífico. Son tiempos en los que Dios prepara o lleva a
cabo aspectos importantes de su actividad salvadora. El diluvio inundó la
tierra durante cuarenta días (Gn 7,17); los israelitas caminaron cuarenta años
por el desierto hacia la tierra prometida (Sal 95,10); Moisés permaneció
cuarenta días en el monte Sinaí para recibir la revelación de Dios que contenía
la Alianza
(Ex 24,18); Elías anduvo cuarenta días y cuarenta noches con la fuerza del pan
enviado por Dios, hasta llegar a su destino (1 R 19,8); y Nuestro Señor ayunó
en el desierto durante cuarenta días como preparación a su vida pública (Mt
4,2).
La pregunta de los Apóstoles (v. 6) indica que todavía piensan en la
restauración temporal de la dinastía de David: la esperanza en el Reino parece
reducirse para ellos —como para muchos judíos de su tiempo— a la expectación de
un dominio nacional judío, bajo el impulso divino, tan amplio y universal como la diáspora. Con su
respuesta, el Señor les enseña que tal esperanza es una quimera: los planes de
Dios están muy por encima de sus pensamientos; no se trata de una realización
política sino de una realidad transformadora del hombre, obra del Espíritu
Santo: «Pienso que no comprendían claramente en qué consistía el Reino, pues no
habían sido instruidos aún por el Espíritu Santo» (S. Juan Crisóstomo, In Acta Apostolorum 2).
Cuando el Señor corrige a sus discípulos, sí les especifica claramente
cuál debe ser su misión: ser testigos suyos hasta los confines de la tierra (v.
8): «El celo por las almas es un mandato amoroso del Señor, que, al subir a su
gloria, nos envía como testigos suyos por el orbe entero. Grande es nuestra
responsabilidad: porque ser testigo de Cristo supone, antes que nada, procurar
comportarnos según su doctrina, luchar para que nuestra conducta recuerde a
Jesús, evoque su figura amabilísima» (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 122).
Después (vv. 9-11), el Señor asciende a los cielos. Así se explica la
situación actual del cuerpo resucitado de Jesús: «La Ascensión de Cristo al
Cielo significa su participación, en su Humanidad, en el poder y en la
autoridad de Dios mismo. Jesucristo es Señor: posee todo poder en los cielos y
en la tierra. (...) Como Señor, Cristo es también la cabeza de la Iglesia que es su Cuerpo.
Elevado al Cielo y glorificado, habiendo cumplido así su misión, permanece en
la tierra en su Iglesia» (Catecismo de la Iglesia Católica,
nn. 668-669).
Comentarios