10 Las
muchedumbres le preguntaban [a Juan]:
—Entonces, ¿qué debemos
hacer?
11 Él
les contestaba:
—El que tiene dos
túnicas, que le dé al que no tiene; y el que tiene alimentos, que haga lo
mismo.
12 Llegaron
también unos publicanos para bautizarse y le dijeron:
—Maestro, ¿qué debemos
hacer?
13 Y
él les contestó:
—No exijáis más de lo
que se os ha señalado.
14 Asimismo
le preguntaban los soldados:
—Y nosotros, ¿qué
tenemos que hacer?
Y les dijo:
—No hagáis extorsión a
nadie, ni denunciéis con falsedad, y contentaos con vuestras pagas.
15 Como
el pueblo estaba expectante y todos se preguntaban en su interior si acaso Juan
no sería el Cristo, 16 Juan salió al paso diciéndoles a todos:
—Yo os bautizo con agua;
pero viene el que es más poderoso que yo, a quien no soy digno de desatarle la
correa de las sandalias: él os bautizará en el Espíritu Santo y en fuego. 17
Él tiene el bieldo en su mano, para limpiar su era y recoger el trigo en
su granero, y quemará la paja con un fuego que no se apaga.
18 Con
estas y otras muchas exhortaciones anunciaba al pueblo la buena nueva.
Ante la venida inminente del Señor, los hombres deben disponerse
interiormente, hacer penitencia de sus pecados, rectificar su vida para recibir
la gracia que trae el Mesías. Porque la salvación no viene por el linaje, por
ser hijos de Abrahán (v. 8), sino por la conversión que se manifiesta en obras
concretas, particulares para cada uno (vv. 10-14). San Lucas (cfr v. 18) nos
dice que sólo ha recogido algunas de las exhortaciones con las que evangelizaba
el Bautista. De todas formas, el resumen que presenta es muy semejante al de
otros documentos de la
época. Flavio Josefo recuerda que Juan «era un hombre bueno y
pedía a los judíos el ejercicio de la virtud, a la vez que la justicia de los
unos con los otros y la piedad con Dios, y de esta forma presentarse al
Bautismo» (Antiquitates iudaicae
18,5,2).
La enseñanza del Bautista versa también sobre el Mesías (vv. 15-17).
Juan recuerda que él no es el Mesías, pero que éste está al llegar y que vendrá
con el poder de juez supremo, propio de Dios, y con una dignidad que no tiene
parangón humano: «Aprended del mismo Juan un ejemplo de humildad. Le tienen por
Mesías y niega serlo; no se le ocurre emplear el error ajeno en beneficio
propio. (...) Comprendió dónde tenía su salvación; comprendió que no era más
que una antorcha, y temió que el viento de la soberbia la pudiese apagar» (S.
Agustín, Sermones 293,3).
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