Domingo de
Ramos. Procesión – B
1 Al acercarse a Jerusalén, a Betfagé y Betania,
junto al Monte de los Olivos, envió a dos de sus discípulos 2 y les
dijo:
—Id a la
aldea que tenéis enfrente y nada más entrar en ella encontraréis un borrico
atado, en el que todavía no ha montado nadie; desatadlo y traedlo. 3 Y
si alguien os dice: «¿Por qué hacéis eso?», respondedle: «El Señor lo necesita
y enseguida lo devolverá aquí».
4 Se marcharon y encontraron un borrico atado junto a
una puerta, fuera, en un cruce de caminos, y lo desataron. 5 Algunos
de los que estaban allí les decían:
—¿Qué hacéis
desatando el borrico?
6 Ellos les respondieron como Jesús les había dicho,
y se lo permitieron. 7 Entonces llevaron el borrico a Jesús, echaron
encima sus mantos, y se montó sobre él. 8 Muchos extendieron sus
mantos en el camino, otros el ramaje que cortaban de los campos. 9 Los
que iban delante y los que seguían detrás gritaban:
—¡Hosanna!
¡Bendito el
que viene en nombre del Señor!
10 ¡Bendito el Reino que viene,
el de
nuestro padre David!
¡Hosanna en
las alturas!
Los seis capítulos finales del Evangelio de Marcos relatan la actividad de Jesús durante los
últimos días de su vida terrena en Jerusalén. La estructura de estos capítulos
es la de la Semana Santa. Por
eso, la liturgia de la Iglesia
revive puntualmente estos acontecimientos, desde el Domingo de Ramos hasta el
gran día de la Pascua
de Resurrección: «La Pascua
no es simplemente una fiesta entre otras: es la “Fiesta de las fiestas”,
“Solemnidad de las solemnidades”, como la Eucaristía es el Sacramento de los sacramentos
(el gran sacramento). S. Atanasio la llama “el gran domingo” (Ep. fest. 329), así como la Semana Santa es
llamada en Oriente “la gran semana”. El Misterio de la Resurrección, en el
cual Cristo ha aplastado a la muerte, penetra en nuestro viejo tiempo con su
poderosa energía, hasta que todo le esté sometido» (Catecismo de la
Iglesia Católica, n. 1169).
Con la entrada en Jerusalén, Jesús se manifiesta
como el Mesías prometido (cfr Za 9,9). Pero, además, con sus gestos, deja
intuir la grandeza de su ser. En efecto, las multitudes, como antes Bartimeo
(10,47-48), le tienen como el Mesías descendiente de David. Jesús anticipa
ahora una corrección a ese título que después hará explícita (12,35-37),
llamándose a sí mismo «Señor» (v. 3) y mostrando su efectivo señorío sobre las
criaturas. Sin embargo, es un señorío que no se impone por la fuerza sino que
respeta la libertad del hombre: «Desde el comienzo de la historia cristiana, la
afirmación del señorío de Jesús sobre el mundo y sobre la historia significa
también reconocer que el hombre no debe someter su libertad personal, de modo
absoluto, a ningún poder terrenal sino sólo a Dios Padre y al Señor Jesucristo»
(Catecismo de la Iglesia Católica,
n. 450).
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