11º domingo del Tiempo ordinario – C.
2ª lectura
16 Sabemos que el hombre no es justificado por las
obras de la Ley ,
sino por medio de la fe en Jesucristo, también nosotros hemos creído en Cristo
Jesús, para ser justificados por la fe en Cristo y no por las obras de la Ley , ya que por las obras de la Ley ningún hombre será
justificado.
19 Porque yo por la Ley he muerto a la Ley , a fin de vivir para Dios. Con Cristo estoy
crucificado: 20 vivo, pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en
mí. Y la vida que vivo ahora en la carne la vivo en la fe del Hijo de Dios, que
me amó y se entregó a sí mismo por mí. 21 No anulo la gracia de
Dios; pues si la justicia viene por medio de la Ley , entonces Cristo murió por nada.
Es comprensible que los fieles de Jerusalén, crecidos en la religión
israelita, siguieran las costumbres judías, pero San Pablo se da cuenta del
peligro de fondo que entrañaba aferrarse a esas prácticas, y por eso proclama
la novedad de la fe cristiana: sólo la adhesión a Cristo nos justifica ante
Dios.
Frente a tales errores, el Apóstol resalta las consecuencias de la
justificación: al adherirnos a Cristo por la fe, Él vive en nosotros, y así,
con Él y como Él, vivimos para Dios (vv. 19-20). Como comenta San Agustín,
«Cristo en el creyente se va formando por la fe en lo profundo de su ser,
llamado a la libertad de la gracia, manso y humilde de corazón, que no se jacta
del mérito de sus obras, porque de suyo no tienen valor (...). Y Cristo se
forma en el que asimila la forma de Cristo, y asimila la forma de Cristo el que
se une a Él con amor espiritual» (Expositio
in Galatas 38). Como
consecuencia, el cristiano «debe vivir según la vida de Cristo, haciendo suyos
los sentimientos de Cristo, de manera que pueda exclamar con San Pablo, non vivo ego, vivit vero in me Christus,
no soy yo el que vive, sino que Cristo vive en mi (...). Que pueda decirse que
cada cristiano es no ya alter Christus,
sino ipse Christus, ¡el mismo
Cristo!» (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo
que pasa, nn. 103 y 104).
Tan grande realidad es consecuencia del amor de Cristo que se entregó
voluntariamente a la muerte por cada uno de nosotros (v. 20). Pensar en este
amor servirá de estímulo y consuelo: «Sólo de Él, cada uno de nosotros puede decir
con plena verdad, junto con San Pablo: Me
amó y se entregó por mí (Ga 2,20). De ahí debe partir vuestra alegría más
profunda, de ahí ha de venir también vuestra fuerza y vuestro sostén. Si
vosotros, por desgracia, debéis encontrar amarguras, padecer sufrimientos,
experimentar incomprensiones y hasta caer en pecado, que rápidamente vuestro
pensamiento se dirija hacia Aquel que os ama siempre y que con su amor
ilimitado, como de Dios, hace superar toda prueba, llena todos nuestros vacíos,
perdona todos nuestros pecados y empuja con entusiasmo hacia un camino
nuevamente seguro y alegre» (Juan Pablo II, Alocución
1-III-1980).
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