6 [Cristo Jesús], siendo de condición divina,
no consideró
como presa codiciable
el ser igual
a Dios,
7 sino que se anonadó a sí mismo
tomando la
forma de siervo,
hecho
semejante a los hombres;
y,
mostrándose igual que los demás hombres,
8 se humilló a sí mismo haciéndose obediente
hasta la
muerte,
y muerte de
cruz.
9 Y por eso Dios lo exaltó
y le otorgó
el nombre
que está
sobre todo nombre;
10 para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble
en los
cielos, en la tierra y en los abismos,
11 y toda lengua confiese:
«¡Jesucristo
es el Señor!»,
para gloria
de Dios Padre.
Éste es uno de los textos más antiguos del Nuevo
Testamento sobre la divinidad de Jesucristo. Quizá es un himno utilizado por
los primeros cristianos que San Pablo retoma. En él se canta la humillación y
la exaltación de Cristo. El Apóstol, teniendo presente la divinidad de
Cristo, centra su atención en la muerte de cruz como ejemplo supremo de
humildad y obediencia. «¿Qué hay de más humilde —se pregunta San Gregorio de
Nisa— en el Rey de los seres que el entrar en comunión con nuestra pobre
naturaleza? El Rey de Reyes y Señor de Señores se reviste de la forma de
nuestra esclavitud; el Juez del universo se hace tributario de príncipes
terrenos; el Señor de la creación nace en una cueva; quien abarca el mundo
entero no encuentra lugar en la posada (...); el puro e incorrupto se reviste
de la suciedad de la naturaleza humana, y pasando a través de todas nuestras
necesidades, llega hasta la experiencia de la muerte» (De beatitudinibus 1).
Se evoca el contraste entre Jesucristo y Adán, que
siendo hombre ambicionó ser como Dios (cfr Gn 3,5). Por el contrario,
Jesucristo, siendo Dios, «se anonadó a sí mismo» (v. 7). «Al afirmar que se
anonadó no indicamos otra cosa sino que tomó la condición de siervo, no que
perdiera la divina. Permaneció inmutable la naturaleza en la que, existiendo en
condición divina, es igual al Padre, y asumió la nuestra mudable, en la cual
nació de la Virgen »
(S. Agustín, Contra Faustum 3,6).
La obediencia de Cristo hasta la cruz (v. 8) repara
la desobediencia del primer hombre. «El Hijo unigénito de Dios, Palabra y
Sabiduría del Padre, que estaba junto a Dios en la gloria que había antes de la
existencia del mundo, se humilló y, tomando la forma de esclavo, se hizo
obediente hasta la muerte, con el fin de enseñar la obediencia a quienes sólo con
ella podían alcanzar la salvación» (Orígenes, De principiis 3,5,6).
Dios Padre, al resucitar a Jesús y sentarlo a su
derecha, concedió a su Humanidad el poder manifestar la gloria de la divinidad
que le corresponde —«el nombre que está sobre todo nombre», es decir, el nombre
de Dios—. Sin embargo, «esta expresión “le exaltó” no pretende significar que
haya sido exaltada la naturaleza del Verbo (...). Términos como “humillado” y
“exaltado” se refieren únicamente a la dimensión humana. Efectivamente, sólo lo
que es humilde es susceptible de ser ensalzado» (S. Atanasio, Contra Arianos 1,41).
Todas las criaturas quedaron sometidas a su poder,
y los hombres deberán confesar la verdad fundamental de la doctrina cristiana:
«Jesucristo es el Señor». La palabra griega Kyrios
empleada por San Pablo en esta fórmula es utilizada por la antigua versión
griega llamada de los Setenta para traducir del hebreo el nombre de Dios. De
ahí que esa fórmula sea una proclamación de que Jesucristo es Dios.
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