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Exigencias del seguimiento de Jesús (Lc 9,51-62)

13º domingo del Tiempo ordinario – C. Evangelio
51 Cuando iba a cumplirse el tiempo de su partida, Jesús decidió firmemente marchar hacia Jerusalén. 52 Y envió por delante a unos mensajeros, que entraron en una aldea de samaritanos para prepararle hospedaje, 53 pero no le acogieron porque llevaba la intención de ir a Jerusalén. 54 Al ver esto, sus discípulos Santiago y Juan le dijeron:
—Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo y los consuma?
55 Pero él se volvió hacia ellos y les reprendió. 56 Y se fueron a otra aldea.
57 Mientras iban de camino, uno le dijo:
—Te seguiré adonde vayas.
58 Jesús le dijo:
—Las zorras tienen sus guaridas y los pájaros del cielo sus nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar la cabeza.
59 A otro le dijo:
—Sígueme.
Pero éste contestó:
—Señor, permíteme ir primero a enterrar a mi padre.
60 —Deja a los muertos enterrar a sus muertos —le respondió Jesús—; tú vete a anunciar el Reino de Dios.
61 Y otro dijo:
—Te seguiré, Señor, pero primero permíteme despedirme de los de mi casa.
62 Jesús le dijo:
—Nadie que pone su mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios.
Al encaminarse decididamente a Jerusalén, hacia la cruz, Jesús cumple voluntariamente el designio del Padre (cfr 9,31), que había determinado que por su pasión y muerte llegase a la resurrección y ascensión gloriosas.
«El tiempo de su partida» (v. 51). Literalmente, «el tiempo de su asunción». Se refiere al momento en que Jesucristo, abandonando este mundo, ascienda a los cielos. El evangelista describe la subida a Jerusalén como una ascensión adonde iba a manifestarse la salvación. Pero la exaltación pasa por la cruz, de ahí el doble sentido que tiene esa palabra en el leguaje cristiano: «La cruz es llamada también gloria y exaltación de Cristo. Ella es el cáliz rebosante, de que nos habla el salmo, y la culminación de todos los tormentos que padeció Cristo por nosotros. El mismo Cristo nos enseña que la cruz es su gloria. (...) También nos enseña Cristo que la cruz es su exaltación, cuando dice: Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí. Está claro, pues, que la cruz es la gloria y exaltación de Cristo» (S. Andrés de Creta, Sermo 10 de Exaltatione Sanctae Crucis).
«Pero no le acogieron» (v. 53). Los samaritanos eran enemigos de los judíos desde la mezcla de los antiguos hebreos con los gentiles que repoblaron la región de Samaría en la época del cautiverio asirio, a finales del siglo VIII a.C. (2 R 17,24-41). Las desavenencias se hicieron más intensas con la restauración de Jerusalén, tras el destierro en Babilonia (cfr Ne 13,4-31). Por estos y otros motivos, los samaritanos no reconocían el Templo de Jerusalén como el único lugar donde se podían ofrecer sacrificios, y construyeron su propio templo en el monte Garizim (cfr Jn 4,20). Jesucristo corrige el deseo de venganza de sus discípulos (vv. 54-56), opuesto a la misión del Mesías que no ha venido a perder a los hombres sino a salvarlos. De este modo, los Apóstoles van aprendiendo que el celo por las cosas de Dios no debe ser áspero ni violento. «El Señor hace admirablemente todas las cosas (...). Actúa así con el fin de enseñarnos que la virtud perfecta no guarda ningún deseo de venganza, y que donde está presente la verdadera caridad no tiene lugar la ira y, en fin, que la debilidad no debe ser tratada con dureza, sino que debe ser ayudada» (S. Ambrosio, Expositio Evangelii secundum Lucam, ad loc.).
Algunos manuscritos griegos, que fueron seguidos por la Vulgata, añaden al final del v. 55: «diciendo: No sabéis a qué espíritu pertenecéis. El Hijo del hombre no ha venido a perder a los hombres sino a salvarlos».

Como en los inicios de su actividad (cfr 5,1-11), también ahora hay personas que se sienten llamadas a seguir a Jesús (vv. 57-62). Pedro y los demás Apóstoles «dejaron todas las cosas» (cfr 5,11.28) para seguirle; estas personas, en cambio, todavía tienen que desprenderse de algo. Del mismo modo, su actitud contrasta con la de Cristo a quien poco antes el evangelista ha mostrado firmemente decidido (cfr 9,51) en su camino hacia Jerusalén. Seguir a Jesús exige radicalidad: «A veces [la voluntad] parece resuelta a servir a Cristo, pero buscando al mismo tiempo el aplauso y el favor de los hombres. (...) Se empeña en ganar los bienes futuros, pero sin dejar escapar los presentes. Una voluntad así no nos permitirá llegar nunca a la verdadera santidad» (Juan Casiano, Collationes 4,12).

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