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Os dará otro Paráclito para que esté con vosotros siempre (Jn 14,15-16.23b-26)

Pentecostés – C. Evangelio
15 Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; 16 y yo rogaré al Padre y os dará otro Paráclito para que esté con vosotros siempre.
23b Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él. 24 El que no me ama, no guarda mis palabras; y la palabra que escucháis no es mía sino del Padre que me ha enviado. 25 Os he hablado de todo esto estando con vosotros; 26 pero el Paráclito, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre, Él os enseñará todo y os recordará todas las cosas que os he dicho.
Jesús anuncia que, tras su resurrección, enviará el Espíritu Santo a los Apóstoles, que les guiará haciéndoles recordar y comprender cuanto Él les había dicho. El Espíritu Santo es revelado así como otra Persona divina con relación a Jesús y al Padre. Con ello se anuncia ya el misterio de la Santísima Trinidad, que se revelará en plenitud con el cumplimiento de esta promesa.
El auténtico amor ha de manifestarse con obras (v. 15). «Esto es en verdad el amor: obedecer y creer al que se ama» (S. Juan Crisóstomo, In Ioannem 74). Por eso Jesús quiere hacernos comprender que el amor a Dios, para serlo de veras, ha de reflejarse en una vida de entrega generosa y fiel al cumplimiento de la voluntad divina: el que recibe sus mandamientos y los guarda, ése es quien le ama (cfr v. 21).
Paráclito (v. 16) significa «llamado junto a uno» con el fin de acompañar, consolar, proteger, defender... De ahí que el Paráclito se traduzca por «Consolador», «Abogado», etc. Jesús habla del Espíritu Santo como de «otro Paráclito» (v. 16), porque el mismo Jesús es nuestro Abogado y Mediador en el cielo junto al Padre (cfr 1 Jn 2,1), y el Espíritu Santo será dado a los discípulos en lugar suyo cuando Él suba al cielo como Abogado o Defensor que les asista en la tierra.
El Paráclito es nuestro Consolador mientras caminamos en este mundo en medio de dificultades y bajo la tentación de la tristeza. «Por grandes que sean nuestras limitaciones, los hombres podemos mirar con confianza a los cielos y sentirnos llenos de alegría: Dios nos ama y nos libra de nuestros pecados. La presencia y la acción del Espíritu Santo en la Iglesia son la prenda y la anticipación de la felicidad eterna, de esa alegría y de esa paz que Dios nos depara» (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 128).
Los Apóstoles se extrañan (v. 22) debido a que entienden las palabras de Jesús como una manifestación reservada sólo a ellos, mientras que era creencia común entre los judíos que el Mesías se manifestaría a todo el mundo como Rey y Salvador. La respuesta de Jesús (v. 23) es en apariencia evasiva, pero en realidad, al apuntar el modo de esa manifestación, explica por qué no se manifiesta al mundo: Él se da a conocer a quien le ama y guarda sus mandamientos. Dios se había manifestado repetidas veces en el Antiguo Testamento y había prometido su presencia en medio del pueblo (cfr Ex 29,45; Ez 37,26-27; etc.). En cambio aquí nos habla Jesús de una presencia en cada persona. A esta presencia se refiere San Pablo cuando afirma que cada uno de nosotros es templo del Espíritu Santo (cfr 1 Co 6,19; 2 Co 6,16-17).
La conciencia de esta inhabitación de la Trinidad en el alma ha sido para los santos fuente de grandes consuelos: «Ha sido el hermoso sueño que ha iluminado toda mi vida, convirtiéndola en un paraíso anticipado» (B. Isabel de la Trinidad, Epistula 1906). Y San Josemaría Escrivá, meditando en la inhabitación de la Santísima Trinidad en el al­ma, renovada por la gracia, escribe: «El corazón necesita, entonces, distinguir y adorar a cada una de las Personas di­vinas. De algún modo, es un descubrimiento, el que realiza el alma en la vida sobrenatural, como los de una criaturica que va abriendo los ojos a la existencia. Y se entretiene amorosamente con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo; y se somete fácilmente a la actividad del Paráclito vivificador, que se nos entrega sin merecerlo: ¡los dones y las virtudes sobrenaturales!» (Amigos de Dios, n. 306).
El término que traducimos por «recordar» (v. 26) incluye también la idea de «sugerir»: el Espíritu Santo traerá a la memoria de los Apóstoles lo que ya habían escuchado a Jesús, pero con una luz tal, que les capacitará para descubrir la profundidad y riqueza de lo que habían visto y escuchado. Así, «los Apóstoles comunicaron a sus oyentes los dichos y los hechos de Jesús con aquella mayor comprensión que les daban los acontecimientos gloriosos de Cristo (cfr 2,22) y la enseñanza del Espíritu de la Verdad» (Conc. Vaticano II, Dei Verbum, n. 18). «En efecto, el Espíritu Santo enseñó y recordó: enseñó todo aquello que Cristo no había dicho por superar nuestras fuerzas, y recordó lo que el Señor había enseñado y que, bien por la oscuridad de las cosas, bien por la torpeza de su entendimiento, ellos no habían podido conservar en la memoria» (Teofilacto, Enarratio in Evangelium Ioannis, ad loc.).

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